Eran apariciones refulgentes las de esas motos que nadie tenía en cuenta para cruzar la calle, porque con sus velocidades de peso pluma al viento se metían por entre los autos… Por: Derian Passaglia
Si supiera manejar iría en una de esas motitos del barrio en la que va la gente a toda hora, de acá para allá, con el vientito en la cara. Y si supiera también de motitos podría decir la marca de esa moto grande, usada para el trabajo, a la que se sube el pibe que vuelve de la ferretería, y acomoda la bolsa de cemento en la parte de atrás, en el asiento, como si fuera una acompañante excitada arriba de dos ruedas que aceleran con un motor. Y la moto negra que cruza Frías con esa libertad de mañana invernal en el barrio Irigoyen, donde un hombre vestido de negro, con anteojos y gorra negra, saluda a una vecina:
-Acá ando -le dice-, trabajando el sábado un poco.
-Qué va a hacer -le grita la vecina alejándose por Dragones del Rosario-, no queda otra.
¿Y aquella otra moto, que apareció de la nada y se incorporó al flujo de la avenida San Martín bajo el gris del asfalto reflejando lo gris del día, como si la calle fuera un espejo, o el río tembloroso donde abren sus aletas los peces motorizados que nadan hacia su destino en la corriente? Eran tres en esa motito frágil de aluminios y plásticos fácilmente descartables, tres personas que aguantaba aquella moto sin quizá papeles: una señora, un señor y un nenito, agarrado del manubrio con un cagazo tremendo, y duro de la emoción. Era el único, el nenito, que llevaba casco, el único de esa familia apurada por llegar ¿a un negocio tal vez? ¿Al Mostaza nuevo en el que mi viejo puso los vidrios?
¿Y esa otra moto que aparecía a contramano, manejado por una gorda con dos piernas enormes que flotaban por los costados de la moto, con la capucha del buzo puesta como casco, y que hubiera podido ella misma llevar a la moto planeando por las esquinas sin semáforos de zona sur? Eran apariciones refulgentes las de esas motos que nadie tenía en cuenta para cruzar la calle, porque con sus velocidades de peso pluma al viento se metían por entre los autos, para el fastidio de los conductores, y serpenteaban por caminos asfaltados como semidioses mágicos de la lleca.
Un grupo de pibitos a motito, un malón que algún malicioso podría pensar que no hacen cautivas a las pobres chicas de pueblo sino solamente a las billeteras y celulares de los peatones casuales, y van así, cazando en manada, acechantes con sus camperas y sus gorras, ululando con sus caños de escape recortados. Esa tribu no viviría del saqueo a caballo, haciendo brillar el polvo de las tierras pampeanas, porque sus chozas serían de chapa allá en el fondo de Las Flores, y para entrar habría que cruzar una zanja y golpear con las manos frente a una puerta alambrada, o cruzar un pasillo mal iluminado.
¿Y esas otras motos, esas otras motos que van por la vereda? Lo más campante como transeúntes con dos brazos y dos piernas, motos que parecen personas que llevan a un conductor sobre el lomo, son motitos que estacionan ahí nomás, enfrente de uno, y esperan al dueño que baja a hacer la cola en la puerta del cajero automático o tiene que cumplir con algún mandado que le mandó alguien, probablemente la esposa, que le pidió algo de la farmacia, o tiene que comprar un repuesto en un bazar de carácter urgente para arreglar las luces del baño. ¡Esas motitos, si supiera manejar esas motitos!