…yo también podía ser un vidriero, un vidriero que se encargara de salvar al mundo y matar a los malos con su pistola de silicona… Por: Derian Passaglia
Volvía del trabajo papá, volvía con el Clío verde modelo 99, comprado con el Plan Canje, único auto que pudo tener desde cero kilómetro. A la tarde volvía, después de la caída del sol si era invierno, todavía con el brillo de los rayos si era primavera, y estacionaba el Clío en la vereda de casa por si después tenía que llevar a mamá, a Milton o a mí a algún lado, o lo guardaba en el garage de casa si solo tocaba descansar, o preparase para la comida, para abrir el vino tinto en unas horas, y entregarse al placer de la mesa familiar y la televisión abierta, con sus programas chabacanos de otra era…
Llegaba con su olor a transpiración de haber estado pensando en cálculos matemáticos milimétricos de vidrios, en llamadas con arquitectos y proveedores, en medidas de grandes vidrieras y ventanales, en pulidoras, sopapas y pistolas de silicona. Y cuando traía la caja de herramientas a casa, ¡qué placer revolverla! O mirarla, sin más, solo mirarla con sus herramientas llenas de grasa, y robarle quizá por un rato, hasta que se diera cuenta, la pistola de silicona: apuntando a algún enemigo imaginario, yo también podía ser un vidriero, un vidriero que se encargara de salvar al mundo y matar a los malos con su pistola de silicona.
Seis y media o siete, a las cinco cuando llegaba temprano, a esa hora volvía papá del trabajo, y buscaba en la heladera algo para zafar hasta la hora de la comida, un sánguche, un plato frío de lo que fuera, lo que hubiera sobrado del mediodía, nunca una fruta, nunca un café con leche, el tipo arrasaba con lo que encontraba ahí nomás, o se cruzaba hasta la granja de Pedro para inaugurar la noche con un litro de cervecita. Sí, volvía papá del trabajo, de la vidriería, y eso a mí me daba tranquilidad, y me llenaba de felicidad todos los días.
Y no va que a veces teníamos que salir, porque mamá esperaba a papá para que nos llevara al médico, o al supermercado, o hacer un mandado urgente de impostergable trato, y entonces nos íbamos los cuatro al médico, al supermercado, o a lo que fuera, y mientras esperábamos, ahí, sentados en el auto que mamá volviera, en el silencio del Clío, o escuchando la radio, papá metía la mano en el bolsillo del pantalón Ombú engrasado, y sacaba la llave de casa, o la llave del auto, y hurgaba en la oreja, como si fuera a abrir algún dispositivo oculto que pusiera a andar su cabeza.
Era siempre en los momentos de espera, en un pasillo, en una escalera o en una vereda, libre de cualquier moral, dispuesto a no dejarse vencer por las reglas burguesas del decoro, con una distinción animal, sagrada, antigua, papá sacaba una llave del bolsillo, inocentemente, y llevaba como quien no quiere la cosa la llave a la oreja, en el centro de ese hueco oscuro, e introducía la punta metálica fría en el oído y excavaba, excavaba como un minero agotado por la sobreexplotación y las terribles condiciones de trabajo, excavaba hasta encontrar su propio oro personal allá adentro de la oreja, porque así se rascaba la oreja papá, metiéndose una llave que hacía girar pacientemente y sin ninguna preocupación…