Era una playera amarilla tal cual se estilaba para el año 2004, 2005: una bicicleta de grandes ruedas, con un manubrio abierto como las alas de un pájaro que decidiera volar de una rama a otra… Por: Derian Passaglia
Era una playera amarilla, con sus caños todavía fuertes pero algo despintados, comprada por papá. ¿Era de papá? Juntaba mugre y polvo con las otras cosas del fondo, cosas que nadie usaba ni usaría, y que se acumularían junto con los años. Nadie usaba la playera, o quizá, tal vez, a veces Milton… Era una playera amarilla tal cual se estilaba para el año 2004, 2005: una bicicleta de grandes ruedas, con un manubrio abierto como las alas de un pájaro que decidiera volar de una rama a otra, en la copa de un paraíso, cuya particularidad, como es sabido para las playeras, era que frenaba con el pedal, simplemente con el pedal en reversa…
¿Será que le llaman “playera” porque fue concebida para andar por la arena, en una breve ciudad de la costa, con el viento de lleno en la cara? La bici playera estaba ahí, apoyada contra otros trastos en el cuartito del fondo, esperando el óxido del tiempo sobre sus metales cilíndricos. Estaba ahí como un regalo que papá no me había hecho pero del que me apropié, sin pedir permiso, o pidiéndole quizá, tal vez, a mamá, un buen día en que ya me había cansado de ir a la escuela caminando, y de ver el mismo paisaje repetido, una y otra vez, durante las mañanas: el paso lento de los autos sobre los pozos de la avenida San Martín, los ojos sin esperanzas, el polvillo en las veredas del corralón, las vías plateadas del tren, los palos borrachos florecidos en sus blancos algodones, los caballos encorvados tirando de un carro de madera con sus botellas y sus cartones.
En el último año de la secundaria, o el ante último, en ese momento fue cuando me independicé de las caminatas a casa, y me subí a la playera amarilla y constaté lo bien que se siente tener movilidad propia cuando uno quiere llegar rápido a algún lugar, sin el permiso de nadie. Y llegaba a la escuela así, sucio y desprolijo, con la almohada todavía en el cachete, pero sobre esas dos ruedas que eran el motivo de mis llegadas tardes, de mis medias faltas, de mi emancipación primera antes de partir de una vez y para siempre a Buenos Aires. Era el año 2005 y viajaba en vuelo de primera clase al último año de la secundaria en bici, pedaleando a todo lo que da en la playera amarilla.
¡En cinco o seis minutos ya estaba en casa! ¡Y no tenía que depender de mi voluntad de mi ánimo, ni de mis dos piernas, para arrastrarme por esas veredas rotas, olvidadas por la municipalidad, por Dios y por el Diablo! Así iba, contento, pensando en algún poema que escribiría, en las horas que pasaría en la computadora… Sí, ya escribía, ya despuntaba el vicio de los versos, ya dejaba la noche entera para tirarme a leer alguno de esos buenos libros que mamá me sacaba de la biblioteca Constancio C. Vigil, y tratar así de copiar a aquellos maestros de hojas amarillentas, como la playera, con sus páginas de óxido. Pero la playera iluminaba con su amarillo patito, es verdad, y las páginas amarillentas de los libros de la biblioteca eran más bien apagados, tristones.
Fue así como una tarde en la playera, volviendo de la escuela, detecté actividad paranormal por detrás de mi espalda, al filo de la avenida. Eran cuatro o cinco chicos, también en bicicletas, que me vigilaban como por sobre el hombro, para ver por dónde iba, o eso creía. ¿Me irían a robar? ¿Habrán visto unos buenos pesos de reventa en la playera? Nunca se puede saber, en estos casos, más que por el prejuicio de la pinta, y la pinta es lo de menos, cantaba siempre mi tío Ramón, en una de esas viejas canciones que ama y que sigue bailando con su pasito prohibido setentoso.
Me atacó el pánico. Antes de los celulares se robaban por aquella época las zapatillas, las bicicletas, las carteras… ¡Unas buenas Nike, una playera al pobre bobo que sale de la escuela, con el uniforme puesto, con cara de leer libros y escribirlos! Una presa fácil ante todo. ¿Y yo los prejuzgué o no? ¿Serían quizá chicos de Las Flores que solo contemplaban la flora y la fauna local del barrio en un día cualquiera, después del trabajo? ¿O eran verdaderos pibitos choros en el momento indicado, en el lugar indicado? Seguí de largo, como si se me quemara el pan en la puerta del horno, y crucé la vía sin mirar atrás, a toda velocidad. Tres cuadras más y debía doblar a la izquierda para agarrar la paralela, Dragones del Rosario, la cuadra de casa. Ahí sería pollo, en aquella cortada desolada, donde el tiempo dejó de latir, donde los perros duermen en las zanjas vacías, y las chicharras juguetean al atardecer con sus gritos burbujeantes.
Se habían adelantado y me miraban cada dos por tres, persiguiendo atentamente el desarrollo de mis movimientos. Y no va que me decía: “¿y ahora, qué hago? ¿Todo en esta vida tendrá que ser así, peligroso y extraño? ¿Cuándo la tranquilidad de llegar a casa, de que no falte la moneda a fin de mes, de que cada cual tenga su plato de comida, de no sufrir por las cosas materiales que apenas valen los cinco minutos estos de llegar a casa?”. ¿Cuándo, cuándo el mundo será justo? Y me cambié de carril, porque tenía que doblar, y ellos hicieron lo mismo. Pero como iban adelante, tuvieron que doblar, sigilosamente, esperando mi cambio de rumbo. ¡Y yo seguí de largo! ¡No doblé! Seguí hasta la otra, y doblé en la otra, y así, amigos lectores, amigos lectores, me salvé, o creí que me salvé de que me afanen, quizá aquellos pobres diablos no tenían nada que ver con mi paranoia…