Un castillo de maravillas se levanta en el patio de esa casa, como si mi tío Ramón fuera un comerciante de antigüedades que escapó de la feria en un cuento de Las mil y una noches… Por: Derian Passaglia
Volvía del súper con el bolso de las compras, un bolso cada vez más flaco y triste, y cuando bajé del ascensor, o antes de bajar del ascensor, me acordé del escurridor de plástico que había tirado algún vecino el otro día en el incinerador, y me fui a fijar a ver si seguía ahí. Un plástico verde, limpio entre toda la basura, las botellas de vino y latas de cerveza vacías, el olor a café quemado y piedritas usadas del baño de mi gato. ¿Me estaba llamando ese escurridor? Había, también, un par de tazas y un plato de acrílico en bastante buen estado, con sus formas de flores en relieve, simulando una primavera floreciente en este otoño de vacas flacas…
Me agarré el escurridor y el plato y me lo llevé a casa, y me reía por dentro, solo me reía, sin ninguna manifestación externa, era solo una risa sin sonido, sin expresión, una risa abstracta, porque me acordé de mi tío Ramón, era algo que él hubiera hecho, era algo que constantemente hacía, que constantemente hace como forma de vida: agarra el tipo, y se mete a los volquetes, y hurga y hurga agachado, mete mano a las porquerías ajenas, a los descartes de la gente, y recicla él sin saberlo, o sabiéndolo, y convierte un viejo marco de madera magullado en un hermoso espejo reluciente, saqueado como a la reina fea de un cuento de hadas, y convierte en cuadros de bicicletas los caños oxidados, y el agua en vino, y las piedras en pan, y todo surfeando entre el polvillo, vidrios rotos, cartones y chapas.
Cirujea mi tío Ramón, cirujea mientras va tranquilamente por la calle a una comida familiar, o cuando vuelve a casa de la vidriería, o lleva a los hijos al médico, o sale simplemente una tarde soleada a disfrutar del aire y el cielo en el parque… Así construye, mi tío Ramón, la mansión en el patio de su casa, en aquella callecita de tierra que corta la avenida Avellaneda, en el oeste gris, casi sur de la ciudad, donde los perros sueltos y sin dueño, con lana negra en vez de sedoso pelo, los perros adoptados por la calle ladran a las ruedas de los autos… Un castillo de maravillas se levanta en el patio de esa casa, como si mi tío Ramón fuera un comerciante de antigüedades que escapó de la feria en un cuento de Las mil y una noches. Recolecta ilusiones y esperanzas de los volquetes, amores perdidos, sufrimientos ajenos… Y todo, todo brilla en los estantes recauchutados del fondo de la casa, como bolas mágicas de gitanas, o genios maltrechos de la lámpara.
Y así me veía a mí mismo convertido en aquél faraón de los desperdicios, en el rey de las cosas vencidas o podridas o inútiles que es mi tío Ramón, porque quizá la sangre azul no se manifieste solo en las líneas de la cara o de la panza, sino también en las viciosas costumbres adquiridas de los mayores. ¡Lo contento que me puso el escurridor nuevo! ¡Ahora puedo tirar ese viejo escurridor comprado hace más de una década, con los fierros oxidados! Así se siente la suerte del campeón de los escombros, del héroe anónimo de la chatarra… Mi tío Ramón, que le agarró el gusto a fumar de grande, y a tomar fernet con coca en los asados de los fin de semanas; Mi tío Ramón que deslumbra las pistas de los comedores y los boliches improvisados en alguna casa cuando papá le pone su música, la música que más disfruta, aquellos viejos éxitos de la dictadura en la voz y el swing de Palito Ortega…