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martes, noviembre 26, 2024

Ring raje por Pago de los Arroyos

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El Hernán una vez se venía comiendo un tomate, así nomás y sin pelar, un tomate con la mano, como si se lo hubiera encontrado atrás de un árbol…

 

Por: Derian Passaglia.

 

¿No hablé nunca de Pago de los Arroyos? ¿No mencioné nunca la calle, la otra calle, la paralela a Dragones del Rosario, esa calle que constituye el centro neurálgico del barrio, en el barrio Irigoyen? Era Pago de los Arroyos la cortada de atrás de casa, la paralela a casa, envuelta siempre en su misterio y silencio de domingo, aun en un día de semana, aun a la mañana o a la tarde, porque los chicos no jugaban en Pago de los Arroyos, la calle de los juegos era Dragones del Rosario. La cortada de las esquinas con pibes sentados alrededor de un plátano, una coca y una zanja era Dragones del Rosario…

Tendría no más de cuatro o cinco cuadras de largo, y partía el barrio por la mitad. De aquél lado, más allá de Pago de los Arroyos, las casitas humildes con frentes de alambres de púas oxidados y enredaderas o copas lacias de sauces llorones con sus hojas bailarinas de tristeza al ras del suelo. El sauce llorón al pie de las veredas, un árbol encorvado, que esperaba la sentencia de un juicio, encarcelado en esas esquinas de barro, portones sin pintura, y perros sueltos, como sueltos se vendían los cigarrillos, por unidad, en el kiosco de la Renga o de la Paraguaya… De este lado la avenida, el súper, la granja, la verdulería de los Sucios, el campito donde rodaba, gajo a gajo desgarrado, la pesada pelota sin forma bajo las patas de algún guacho sin padre.

Y en Pago de los Arroyos no pasaba nada, nunca pasaba nada, salvo el huevero quizá, o el que compraba colchones viejos o heladeras o muebles arruinados o calefones ya sin uso. ¿Para qué ir, entonces, a Pago de los Arroyos, sino era cada tanto a buscar al Hernán, al Tuti o al Fede, que se juntaban de vez en cuando con nosotros, o a presenciar el ensayo del grupo de cumbia del Pipi, detrás de las rejas de su casa? El Hernán una vez se venía comiendo un tomate, así nomás y sin pelar, un tomate con la mano, como si se lo hubiera encontrado atrás de un árbol, o lo hubieran dejado en el buzón, en el canasto de la basura, junto a las botellas vacías de vino tinto y los tetra brik, como si fuera un alfajor Tatín de diez centavos. Un tomate comía el Hernán, salvajemente con la mano…

Alguna vez pasamos por aquellas casas aristocráticas del barrio para pedir monedas a cambio de estampitas de Jesús o de la Virgen, eso fue cuando tomamos la comunión, quizá lo mejor de tomar la comunión: la plata y los regalos de los familiares y los vecinos. Se habrá visto alguna que otra camioneta en Pago de los Arroyos, y frentes ajardinados, pulcros, impecables, con un caminito de cemento sobre el pasto para guardar el auto adentro de la casa. Pero era esa sola cuadra*, la única cuadra señorial del barrio, Pago de los Arroyos entre Frías y Alzugaray, no la cuadra que venía después, la del Hernán, esa ya era otra vez una mugre de plásticos nadando entre las ranas y los grillos de la zanja.

Y entonces jugábamos al ring raje, también, el ring raje universal de las infancias, en cualquier lugar, en cualquier tiempo… “Profe -me preguntó Brian la semana pasada-, ¿sabés lo que es el ring raje?”. Y yo: “¡Cómo no voy a saber!”. Y había sido mi sorpresa grande, una sorpresa que Brian no percibió, porque se entretenía contando cómo un kiosquero había visto a sus amigos tocarle timbre y salir corriendo por las cámaras de seguridad, y los había ido a buscar, y les había avisado a las madres, y las madres no los dejaron salir por varios días de castigo. Había sido mi sorpresa por las cosas que son siempre iguales, que no cambian, que son siempre las mismas cosas a través de todas las épocas, y que en cada época parece nueva… Y hubiera ido a tocar el timbre, después del recreo, a alguna hermosa casa de Pago de los Arroyos, como hacíamos antes, si no tuviera que estar tan lejos cumpliendo el horario obligatorio de trabajo…

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