En un nuevo envío, el escritor Derian Passaglia se refiere a la resonancia de la poesía de Wang Wei en un verso del poeta argentino Daniel García Helder.
Por: Derian Passaglia.
No pretendo establecer una relación mecánica entre cierta poesía argentina de los años noventa y el universo de Wang Wei, eso está a la vista. Hay un verso de Daniel García Helder que no me pude olvidar. Pertenece a esa obra maestra objetivista titulada El guadal. Es el primer verso de un poema que no tiene título; y que como no tiene título ese primer verso se repite dos veces, la primera en negrita y en cursiva y con tres puntos suspensivos, y la segunda ya directamente como parte del poema. Ese primer verso funciona como título: “No clarea y ya se oyen cacareos…” El cacareo se escucha en el verso mismo, en esa repetición de sonidos, en la letra “c” y en la “y”, que provocan la unión, perfecta unión, de lo que se dice con lo que se escucha que se dice, significante y significado reunidos en una convivencia armónica, como si nunca se hubieran separado. El verso es armónico como mirar el funcionamiento de una máquina de ensamblaje trabajando en una fábrica. No clarea y ya se oyen cacareos. Se le podrían agregar un par de palabras, si no fuera porque parece una broma mala: no clarea y ya se oyen cacareos en el verso. Helder usa siempre la palabra justa, ni de más ni de menos. No hay excesos ni faltas en su poesía, transcurre como una mañana plácida, y el poema mismo cuenta un despertar, y las impresiones de un sueño inquieto, y lo que se ve en ese primer momento: un limonero.
Esta es la primera intuición que me remite a Wang Wei: la armonía, resignificada en los noventa, década que tanto maravilla y desconcierta, como un simple transcurrir, el flujo de la vida asordinada, aturdida, la desidia del no futuro, el fin del milenio y las esperanzas de una juventud que se siente perdida. Lo otro que me llama la atención es la soledad. Los poemas de Helder están vacíos, casi nunca hay nadie, ni un monje que llega de lejos ni una lavandera ni un leñador que se cruza de repente en el sendero. Paz y soledad. No clarea y ya se oyen cacareos. Su poesía es solitaria porque el sujeto se despoja, mira las cosas, las examina, las paladea con la mirada hasta desintegrarlas en el ojo, ese ojo que es también el verso. Pero el sentido que está primero no es el ojo, es el oído, lo que se escucha cobra una dimensión más real que la vista, y ese sonido está doblemente reproducido: en el ojo y en el oído. Cacarea el verso, como si lo que perturbara al sujeto del poema no fuera un gallo insoportable en la madrugada, que agita el espíritu y nos recuerda que estamos desvelados, agitados en la noche y horriblemente solos. Lo que agita al sujeto del poema es la palabra, la forma de decir lo que escucha pero no ve, porque el cacareo de los gallos siempre es de algún vecino.
No clarea y ya se oyen cacareos. En mi cuadra el que tenía gallos era el Osvaldo. Arrancaban a cacarear a las tres o cuatro de la madrugada. A mí me ponían nervioso, porque sabía que era esa hora y que todavía estaba despierto. Qué molestos me resultaban los gallos, me irritaban tanto los cacareos como ver clarear el cielo cuando uno quiere dormirse y no puede. El verso me representa también un mundo, lo puedo sentir, puedo ver ahora mismo en mi cabeza un cielo que no clarea mientras un gallo cacarea y los pajaritos se agitan en las ramas, y hay una frescura en el aire que trae el día nuevo en el barrio, en la calle Dragones del Rosario. No clarea y ya se oyen cacareos. Esa imagen que Helder construye en un solo verso, que se puede ver, escuchar y sentir en un espacio delimitado, es el espíritu del arte oriental del pasado que susurra formas y secretos al espíritu del arte occidental del presente.
*Foto de portada: Pexel/Referencia