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sábado, noviembre 23, 2024

Pokémon y la realidad

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La escritura, y los objetos ficticios creados por el humano, pareciera que tienen la intención de mostrarse como reales, y a mayor sensación de realidad, mayor es el grado en el que se cree que esa cosa existe en el mundo.

Por: Derian Passaglia

Las figuritas de Pokémon las llevaba a la escuela y las intercambiaba por otras que no tuviera. Depende de la dificultad de la figurita, por una podían darte dos o tres. Había un juego en el que las figuritas se apostaban. Los jugadores se arrodillaban en el piso con su figurita entre las piernas. Se juntaban las manos de manera que quedaran entrelazadas y se formaba un hueco con las palmas. Había que golpear el piso con las manos para dar vuelta la figurita. Si dabas vuelta la del rival era tuya. Las palmas no tenían que golpear el piso demasiado fuerte, porque si no la figurita no se levantaba. El golpe tenía que ser suave, las yemas de los dedos y el borde de las manos se usaban como sopapa, de forma tal que en el hueco que quedaba entre las palmas y el piso estuviera la figurita. Cuando las manos subían, tenían que abrirse para juntar el aire en el hueco y que la figurita se diera vuelta. Como en la bolita, nunca fui muy bueno en estos juegos, quizá porque tengo la mano chica.

A las cinco de la tarde salía de la escuela y a las cinco también empezaba Pokémon. Volvía corriendo a casa y llegaba diez minutos tarde, mi mamá me hacía la chocolatada con cacao y leche descremada y comía galletitas mientras miraba Pokémon. Dragon Ball Z lo veía con Milton, en silencio, los ojos fijos en la tele cuando el destino del universo se jugaba en el monte desolado de algún planeta en el que Cell peleaba a muerte con Gokú convertido en Súper Saiyajin. Esas imágenes también se volvían reales para Milton y para mí, porque cuando terminaba nos íbamos a la pieza de nuestros padres y subidos a la cama jugábamos a pelear como en Dragon Ball Z, nos dábamos de lo lindo, repartíamos piñas y patadas, y a veces el juego se volvía tan violento que no distinguíamos si peleábamos interpretando personajes o si era de verdad. Milton hacía de Gohan y yo de Gokú, y peleamos tanto que rompimos la cama. La Bichi, nuestra mamá, se dio cuenta y vino gritando a retarnos.

Otra vez volvíamos de comer de la casa de mi abuela a la noche en el auto y le dije a Milton que tenía un Pokémon guardado en casa, en secreto, un Charmander. Milton lo creyó y me hacía preguntas, estaba ansioso por llegar y que se lo mostrara. Le hablaba del fuego que Charmander largaba por la boca, de la pokebola, de las dimensiones, de que no era fácil controlarlo. ¿Cómo pudo creer Milton que existía una relación de identidad y correspondencia entre un dibujo animado de televisión y la realidad, entre dos universos paralelos que forman parte del mismo mundo? ¿O es que me hacía creer a mí que él creía? La realidad era una sola y no había motivos para pensar que una fuera parte de la otra, una construcción humana proveniente de la industria del entretenimiento japonés. Esa forma de pensar el mundo puede resultar ingenua al momento de leer o escribir, por ejemplo, una novela; los personajes no tienen sentimientos reales, no son de carne y hueso, no habitan el planeta Tierra; pero por otro lado sí están, porque están formados por palabras, oraciones, tinta impresa en una página de un libro que existe en el planeta Tierra, y esa diferencia no es de realidad, porque la realidad es la misma, lo que cambia es el espacio y el tiempo, el lugar y el momento en el que Milton todavía cree que tengo un Charmander escondido en nuestra pieza.

Cuando se me cayó uno de mis primeros dientes de leche lo puse abajo de la almohada esperando por la noche al Ratón Pérez. Me dormí y al otro día, apenas me desperté, di vuelta la almohada y encontré plata envuelta en un papel escrito. Era una carta del Ratón Pérez. Yo no sabía leer. Me la leyó mi mamá o mi papá. La letra del Ratón era grande y sinuosa y parecía que la birome era más grande que él y que la había escrito como pudo. Daba la impresión que le había costado un trabajo enorme escribirla, que había pasado un buen rato eligiendo las palabras, un trazo nervioso, como si estuviera aprendiendo a escribir y hubiera usado toda su fuerza. Era un ratón que conocía el idioma castellano y el alfabeto, y yo no solo creí cada una de sus palabras, sino que pensé que el Ratón Pérez tenía una existencia real en mi mismo plano de realidad.

La escritura, y los objetos ficticios creados por el humano, pareciera que tienen la intención de mostrarse como reales, y a mayor sensación de realidad, mayor es el grado en el que se cree que esa cosa existe en el mundo, en la realidad que se puede percibir por fuera de la escritura. ¿Por qué es necesario creer que algo producido por el hombre es real? Cuando se descubre la ficción el encanto se pierde, las ilusiones se rompen, y la mirada que antes era ingenua descubre que el mundo es distinto, que hay una línea que divide lo real de lo que parece real. La carta del Ratón Pérez me causaba mucha impresión y no quería tocarla por miedo, me parecía muy loca. Podía sentir al ratón en el momento mismo en que escribió la carta, un ratón blanco y hermoso, reluciente, amigo de los nenes y nenas.

Mi umbral de verosímil siempre fue muy bajo, suelo creer lo que me dicen o leo sin ponerlo en duda, acepto el mundo tal cual me lo cuentan y me cuesta mucho hacer consciente el hecho de que detrás de un discurso, texto, conversación o novela hay una falsedad, una trama que no es cierta y no pertenece a esta realidad. Por eso me gusta extender la ficción sobre la realidad y pensar que todo eso que veo y siento es una construcción, y que a pesar de que hay cosas que existen en la realidad (esta pileta que estoy viendo, por ejemplo, la sombrilla, la manguera), todas esas cosas puedo inventarlas cuando las miro. La realidad me aburre, no me interesa, y seguramente sigo leyendo no solo la obra de un autor sino también la realidad de la misma forma en que escuchaba de boca de la Bichi, sorprendido, emocionado y aterrado, las palabras que el Ratón Pérez me había dedicado. No escapo de la realidad con un libro entre las manos, mientras todo a mi alrededor se derrumba; a la realidad la cubro de ficción, penetro en ella a través de un mundo inventado y de una imaginación que no me deja en paz e insiste una y otra vez con poblar el mundo con las imágenes de la mente.

 

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