En su columna diaria, Paranaländer escribe sobre el libro “Juicio final”, que es una de las dos grandes obras maestras póstumas del escritor italiano Giovanni Papini (1881-1956).
Por: Paranaländer
“Juicio final” (dos tomos, Planeta, 1968, original 1959, herederos de Papini) es una de las dos grandes obras maestras póstumas del escritor maledetto italiano Giovanni Papini (1881-1956). El libro busca la hazaña superlativa de asumir todas las voces de la historia, sobre todo la de los condenados y desgraciados y homicidas y asesinos y ladrones y crueles y suicidas y pobres y artistas y comediantes y esclavos y lujuriosos y sensuales y mujeres pecadoras- desgraciadas-y-amorosas y desterrados y mercaderes y mediocres y narcisos, en un nuevo-viejo juicio final retroactivo fantástico. He elegido, como échantillon, sobre todo a las mujeres de Papini, entre las desgraciadas y pecadoras y amorosas. Cristina de Vulpius, Marie de Blois, Erpiles.
Marie de Blois: Tú sabes que fui una pobre muchacha del pueblo que agradó, no sé cómo, a un joven poeta de paso por mi ciudad. Éste se llamaba Ronsard, comenzó a requebrarme y a perseguirme con sus canciones, en las cuales, en verdad, yo no entendía nada o casi nada. No sabía ni leer ni escribir, no sentía pasión por los estudios ni por la poesía, y aquel continuo llover de rimas me halagaba un poco, pero, sobre todo, me molestaba. Él era noble y rico, yo pobre y plebeya. No podía esperar ser su esposa, pero tampoco hubiera querido nunca ser su pasatiempo. Tenía apenas quince años cuando comenzó a enfadarme con sus palabras y yo no comprendía bien lo que quería ni qué fantasías le caldeaban la mente. En vez de aquel continuo llover de versos hubiera deseado un buen matrimonio con un joven acomodado y honrado que no tuviese tantos caprichos inútiles y tantas manías ridículas. Era rubio con los ojos azules, más bien delgado en su persona, más elegante que gallardo y no me agradaba demasiado. Además, era sordo y no podía esperar que me oyese sino gritando, pues yo no sabía escribir. Y, sin embargo, se quejaba continuamente de mí porque no quería arder en aquel fuego ni consentir en ningún pecado. Yo no estaba hecha para todas aquellas hechicerías poéticas ni me importaba nada que mi nombre fuese conocido por los desocupados de la corte. Mi familia estaba necesitada y yo tenía que trabajar con mis manos para ayudar a mi madre; todas aquellas cancioncillas rimadas no servían para nada y a lo más para deshonrarme. Por fortuna, el poeta loco se marchó a otras partes del mundo y me dijeron que se enamoró de otras mujeres. Parece que mi nombre anduvo impreso en libros, pero yo no me cuidé de ello y poco tiempo después, como Dios quiso, fui pedida en matrimonio por un honrado aperador”.
Erpiles: “La primera etapa de la vida hizo de mí una hetera, libre en apariencia, pero, en verdad, sujeta a la necesidad y, por ello, a los caprichos carnales de los hombres. Cuando mi juventud estaba para acabar, en los últimos ardores encontré a un hombre que me quiso del todo suya. Se llamaba Aristóteles; era el filósofo más famoso de su tiempo y fue luego considerado entre los celebérrimos hijos de la tierra. Pero a mí no me atrajo ni su doctrina desmedida ni su gloria. Aristóteles era de familia rica y de naturaleza débil; estaba segura de haber encontrado un buen nido para la vejez. Y así fui durante larguísimos años la concubina del filósofo de Estagira. Estuvo contento de mí, incluso hizo mis alabanzas en su testamento, pero confieso ahora que su compañía fue para mí una insostenible tortura. Nunca supe nada de ética ni de lógica y por esto no me niego a reconocer que Aristóteles fuese el gran rey de los filósofos, pero te juro que, como hombre, fue uno de los más desagradables hombres del mundo. Cuando lo conocí tenía ya unos cincuenta años y parecía ser aún más viejo. Tenía los ojos minúsculos del ratón, las piernas secas de grulla, la cabeza como una tapadera de marfil viejo enguirnaldada con ruines guedejas grises, el vientre le salía hacia fuera como un odre mal oculto por los vestidos. Era, además, encorvado y tartamudo. Y como padecía del estómago le olía a menudo el aliento. Pero era, te lo juro, nada más que una máquina de aprender y enseñar; sólo una helada fuente de palabras pronunciadas y escritas. Tuvo de mí un hijo, pero advertí que en vez de mi Nicómaco prefería al hijo de un amigo suyo, que había adoptado y en el que tenía grandes esperanzas. Confieso, pues, que no logré en modo ni momento alguno amar a aquel eterno garrapateador de libros, aquel pedante vendedor de palabras. Y el suplicio de estar unidas a un hombre que no era un hombre, sino un libro sostenido por dos estacas, una especie de biblioteca semoviente y parlante”.
Cristina Vulpius: “Mi pecado —el único de mi vida— fue pecado de amor y quizá también de precipitada pero fructuosa docilidad. Acepté demasiado fácilmente la imprevista y ferviente pasión del gran poeta y viví demasiado tiempo con él como esposa bastante antes de que se uniese conmigo en matrimonio. Era huérfana de padre; pobrísima y abandonada mi familia y en casa no entraba más que mi pobre salario de trabajadora en una fábrica de flores artificiales. Pero mi Wolfgang, cuando lo conocí, era todavía joven y gallardo. Aquel día que nos encontramos me deseó, me amó, me acogió en su casa, me cubrió de caricias y de regalos, me tuvo escondida como una presa dulce y preciosa, me cantó en sus versos, hizo de mí la madre de su único hijo y, finalmente, después de largos años serenos y fieles, su esposa hasta mi muerte. Muchas mujeres tuvo mi Goethe antes y después de mí, más bellas, más cultas, más inteligentes que yo. Y, sin embargo, sólo de mí no pudo prescindir, únicamente conmigo se sentía tranquilo y alegre, plenamente feliz. Era una pobre obrera, ignorante, que a duras penas sabía escribir una carta y él era el poeta más sabio y famoso de su tiempo y, sin embargo, no me despreciaba, no se avergonzaba de mí, antes bien, me mantenía apretada contra su pecho, bien envuelta en su gran corazón y veía en mí la verdadera compañera de su verdadera vida, algo entre la amante y la nodriza, entre el ama de casa y un geniecillo familiar, la única a la que quiso dar su nombre glorioso. Yo no era sólo, como él decía, el «tesoro de la alcoba» y la madre de su Augusto. Él no pensó ni una sola vez en abandonarme y mucho menos en arrojarme”.