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sábado, noviembre 23, 2024

No oyes ladrar los perros

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Derian Passaglia escribe sobre el escritor mexicano Juan Rulfo, autor de la célebre novela “Pedro Páramo”. En esta ocasión comenta los cuentos publicados en su libro “El llano en llamas”.

 

Por: Derian Passaglia.

 

No oyes ladrar los perros es un cuento de Juan Rulfo incluido en el libro El llano en llamas (1953), única compilación de cuentos que publicó, además de la novela Pedro Páramo (1955). Después de esos dos libros, Rulfo no tuvo más que decir y se retiró de la escritura. La muerte del tío Celerino -según Wikipedia- fue la justificación para ese abandono. El tío Celerino “le platicaba todo”. De los diecisiete cuentos de El llano en llamas, No oyes ladrar los perros ocupa la posición trece.

El cuento es técnicamente ejemplar en su forma literaria. Trata de la relación de un padre y un hijo en una situación complicada: el padre lo lleva en andas porque el hijo está herido, alguien le disparó o lo acuchilló, y atraviesan un monte árido, en la oscuridad de la noche, buscando el hospital de Tonaya, el pueblo más cercano.

El narrador no interviene nunca en el relato para opinar sobre los personajes. Entre diálogo y diálogo, se limita a ofrecer una imagen de lo que rodea al padre y al hijo, del contexto, de los movimientos y de la luz lunar. Como no hay ningún explicación sobre lo que pasa, la imagen se va alumbrando en la oscuridad, por partes, hasta descubrirse por completa: “La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo”. En principio, hay un carácter monstruoso en esa sombra que proyectan padre e hijo, uno subido encima del otro.

Padre e hijo son indistinguibles y se necesitan mutuamente. El hijo lo necesita al padre para caminar, porque si no se moriría, y el padre necesita al hijo para escuchar los ladridos de los perros a lo lejos, señal de que el pueblo está cerca. Padre e hijo conforman un solo cuerpo. El que toma la palabra es el padre. Por él nos enteramos que su hijo “andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente”. Sabemos que si fuera por él, por el padre, su hijo podría morirse, porque no le trajo más que “puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas”. La razón por la que el padre ayuda a su hijo es por su “difunta madre”, que quería verlo crecer y criarse fuerte.

Ignacio, el hijo, fue una decepción. Y ahora se estaba muriendo, como se murió su esposa. No hay ninguna salvación para ese padre que no parece ver la realidad de lo que pasa más que a través del reproche. La situación es desesperante. El lector se da cuenta hacia el final que quizá el padre le habla al hijo para que no se le muera, para avivarlo, para mantenerlo de alguna forma todavía despierto. Pero Ignacio ya no contesta.

El hijo tiene sed, se siente mal, le duele. “Aquí no hay agua, no hay más que piedras”, contesta el padre. La luz de la luna, la sombra del cuerpo padre/hijo, las piedras, el silencio lejano del pueblo. ¿Dónde están estos personajes? No se sabé, solo se sabe dónde tienen que llegar. Ese espacio construido a partir del misterio los recorta poéticamente de su contexto. El lector entiende que son campesinos y pobres, que no tienen nada más que a ellos mismos en un lugar inhóspito. Nada puede crecer y sobrevivir entre las piedras. Para el padre no queda ni siquiera esperanza.

 

 

 

NO OYES LADRAR LOS PERROS, un cuento de Juan Rulfo (México, 1918-1986)

–Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.

–No se ve nada.

–Ya debemos estar cerca.

–Sí, pero no se oye nada.

–Mira bien.

–No se ve nada.

–Pobre de ti, Ignacio.

La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.

La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.

-Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.

-Sí, pero no veo rastro de nada.

-Me estoy cansando.

-Bájame.

El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.

-¿Cómo te sientes?

-Mal.

Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja.

Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:

-¿Te duele mucho?

-Algo -contestaba él.

Primero le había dicho: “Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco.” Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.

-No veo ya por dónde voy -decía él.

Pero nadie le contestaba.

El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.

-¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.

Y el otro se quedaba callado.

Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.

-Éste no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?

-Bájame, padre.

-¿Te sientes mal?

-Sí.

-Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.

Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.

-Te llevaré a Tonaya.

-Bájame.

Su voz se hizo quedita, apenas murmuraba:

-Quiero acostarme un rato.

-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.

La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.

-Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.

Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.

-Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ése no puede ser mi hijo.”

-Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.

-No veo nada.

-Peor para ti, Ignacio.

-Tengo sed.

-¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.

-Dame agua.

-Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.

-Tengo mucha sed y mucho sueño.

-Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.

Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolos de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza, allá arriba, se sacudía como si sollozara.

Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.

-¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que, en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos.

Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima.” ¿Pero usted, Ignacio?

Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.

Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.

-¿Y tú no los oías, Ignacio? -dijo-. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

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