Derian Passaglia narra la crónica de sus mudanzas, utilizando varias referencias literarias para tratar dicha experiencia.
Por: Derian Passaglia.
Las películas de terror empiezan cuando una familia se muda a un caserón en las afueras de la ciudad. Ellos no lo saben, pero la casa esconde un secreto de historias antiguas de esclavitud, sacrificios o abusos, y los fantasmas viven en los áticos polvorientos, atrapados en los espejos y las paredes húmedas de madera. Como esas familias, cada cuatro o cinco años, me tengo que mudar de departamento. Ningún pibe nace inquilino. Esa particularidad que no elegí para mi vida se convirtió en un destino hace ya más de una década.
Tengo asociado Thomas Mann a la frase que dice que todo relato comienza de dos maneras: alguien emprende un viaje o alguien llega a algún lugar. Todo relato, en el fondo o en la superficie, pareciera ser de viaje. Hay que llegar del punto A al punto B. El viaje implica un trayecto y un movimiento, pero lo que avanza en realidad son las palabras en una hoja virtual como esta en la que escribo. Yo estoy quieto, y lo único que muevo son las manos sobre el teclado. Pienso en relatos que no implican viajes ni mudanzas. El espacio, definido y estático, se expande en un tiempo muerto o aletargado, como en Faulkner o Proust.
Un personaje de un cuento de Mariana Enríquez lee en una revista que las mudanzas están entre las tres situaciones más estresantes, después del duelo y del despido. Pasé un duelo y pasé un despido, y ahora voy por mi quinta mudanza, además de que deambulé por algún que otro hostel y casa de amigo durante un tiempo. El hostel estaba lleno de venezolanos que esperaban traer a sus familias al país. Había dos ecuatorianos. Uno trabajaba en la cocina de un restorán de comida peruana y el otro era personal trainer y trabajaba en un gimnasio. Uno era un personaje simpático que contaba anécdotas de las islas Galápagos agarrándose de una punta de la cama cucheta, el otro era callado y serio y se hundía en sus auriculares cuando llegaba de trabajar. Convivimos los tres en una piecita durante unas semanas. Uno de ellos roncaba.
Las mudanzas me hacen pensar que la realidad es una cosa chata y sin misterio donde casi cualquier situación se puede solucionar con plata. Ando a veces con la mente volada, en las nubes, pensando en escritores, conectando en la cabeza un libro con otro, una película con el verso de un poema, un argumento para un librito con el que me quiero divertir escribiendo los próximos meses se me aparece de repente. Una de las pocas cosas que me obliga a someterme a la realidad concreta es una mudanza. Hay que embalar, levantar cajas, tirar aparatos sin uso que juntaban polvo en un placard; hay que llamar al flete, firmar contratos, cuidar que las plantas no se estresen durante el viaje y buscarles un lugar en el nuevo departamento.
Asocio la realidad concreta al sistema capitalista, a la muerte, a un árbol seco del bosque en un sendero oscuro. La escritura simboliza signos y abstrae, la mudanza me expulsa de mi universo inventado, de mi realidad paralela donde me mudé hace tiempo en el interior de mi cabeza, y me trae de vuelta acá, a este sol de media mañana, a esa tele que se escucha desde un piso, el centrifugado del lavarropas, los pasos de la de arriba, a este domingo calmo. Para que todo el mundo entre en la realidad de un libro la escritura debe ser concreta. Hebe Uhart escribió la novela corta Mudanzas. Mi ejemplar está embalado en una caja así que copio desde internet cómo arranca:
“Tres llamados suaves pero incisivos, un pájaro carpintero al llamador: era la tía Carolina. Si María estaba de humor, salía a atenderla y hacía su despliegue de cortesía; de lo contrario dejaba que la madre abriera. La tía Carolina cargaba siempre una valija llena de naranjas que traía de su quinta. A medida que pasaba el tiempo, sus visitas se fueron haciendo más frecuentes y parecía su valija más llena, tal vez parecía eso porque era muy delgada y estaba envejeciendo. Envejecía como si el proceso fuera ajeno a ella, como si la vejez fuese un azar, una cosa externa que la tocara pero con signos muy suaves: las pecas de sus manos eran casi imperceptibles, tenía todo el pelo blanco; no tenía arrugas. Esta vez la madre quiso abrirle ella a la tía Carolina: le sacó la valija y la reprendió por venir tan cargada: nadie comía tantas naranjas.”
Las mudanzas muestran el envejecimiento y el paso del tiempo como la narradora de Hebe Uhart muestra el envejecimiento en las manos de la tía Carolina: un proceso exterior marcado en el cuerpo, ajeno, “como si la vejez fuese un azar”. Las arrugas cincelan la frente, el entrecejo, los cachetes (la tía Carolina no tenía arrugas); el pelo cambia, cambian los peinados, la piel se cae, la espalda se encorva. Una mudanza es la forma íntima de fechar la historia y de revelar el tiempo en las ciudades.
Foto: Página 12.