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domingo, noviembre 24, 2024

Joana

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Derian Passaglia y Gala Semich presentan «Joana», un cuento de terror breve.

El sábado después de la madrugada, Julieta se llevó el cuarto de helado bajonero a la cama y apoyó la compu en los muslos. Le dio calor y se le erizaron los pelos de la pierna. Calor y frío al mismo tiempo. El calor le hizo pensar en lo cómodo que sería que la computadora fuera un gatito, suave, ronroneante, durmiendo dulcemente enrollado en su pelo largo; el frío del pistacho y del dulce de leche era como una explosión.

Julieta levantó el volumen de la compu al máximo. Se escuchaba mal, hacía acople y saturaba. Anna Kendrick se enoja y se va de la reserva ecológica, pasa justo por donde hay una trampa para osos y la trampa la atrapa en una red y la levanta. Después cae. Esa escena de la película Pitch Perfect 2 fue editada por una fan brasileña que la subió a Youtube. En la edición, Anna Kendrick cae varias veces al suelo, mientras suena una canción que dice “Down, down, down”. Julieta veía ese video y se reía en las partes menos graciosas.

No se escuchaba nada. Esa Lenovo vieja ya tenía ocho años. Entre que abría el Word y se iniciaba, le sobraba el tiempo para poner la pava para el mate, preparar las tostadas, cortar las bananas, las almendras y colgar la ropa. Cuando volvía al escritorio y se sentaba con el mate burbujeante y espumoso, Julieta largaba un suspiro.

-¿Tanto va a tardar? -se decía.

Los auriculares estaban lejos, en la mochila, y ella demasiado calentita bajo las sábanas como para pisar descalza el parquet plastificado. Manoteó el parlante JBL, que compró en cuotas gracias al Cyber Monday. Cuando lo fue a buscar, un mantero senegalés con la camiseta del Manchester City abrió la mano en el aire:

-Un segundo, por favor -le dijo.

Medía como dos metros. Para mirarlo a los ojos, Julieta tuvo que levantar la cabeza. El mantero senegalés entró a un negocio con la persiana a la mitad, y para agacharse necesitó toda la fuerza de su cuerpo tensada en las piernas. Ahí Julieta medio se impacientó, no supo qué hacer con los brazos. Sacar el celular era peligroso. Las letras A y T del cartel El Ástor titilaron a destiempo y se apagaron. Quedó El sor de nombre, un hotel con dos plantas tropicales secas en la entrada.

El parlante JBL era inalámbrico. Prendía una lucecita azul, parpadeante, cuando se activaba el bluetooth. Si no le quedaba mucha batería se prendía una lucecita roja. Tenía cinco botones con un relieve apenas perceptible: uno de encendido/apagado, otro para prender el bluetooth, otros dos para subir y bajar el volumen y uno con forma de círculo y un puntito en el medio del que Julieta nunca supo la función. El parlante entraba en la palma de una mano, y Julieta lo ubicó encima de la Lenovo.

Era otra cosa el sonido del parlante. Su claridad llenaba todos los espacios de la pieza, y aunque estuviera fuerte no le molestaba, porque los agudos no eran intensos y los graves sonaban como un arrullo de fondo. Era difícil decir de dónde venía el sonido porque parecía venir de todos lados al mismo tiempo. Ahora, los vecinos, ¿escucharían algo?

Una notita escrita con marcador verde oscuro en hoja blanca rayada había aparecido por abajo de la puerta el día anterior. Julieta no la había visto hasta la tarde. Decía: “por favor, a la mañana ponga la música más bajo. Gracias!!”. Era anónima. El autor nunca reveló su identidad. Julieta pensó que estaba equivocado; no había puesto la música fuerte y menos a la mañana. Estuvo cocinando, eso sí, con el parlante prendido. Cantaba en voz alta, distraída, y su voz subía por la ventana de la cocina que miraba al pulmón del edificio. Pero ya eran como las dos de la tarde. Como al anónimo de la nota, a ella también le molestaba la música a la mañana.

Si los vecinos escuchaban, que se jodan. ¿Cuántas veces los sentía correr muebles a cualquier hora, gritar los goles de un partido, o hablar a los gritos sin ningún tipo de cuidado? Julieta se había mudado hacía poco. Una de las primeras noches, recién instalada y con las cosas todavía en cajas, encontró una hornalla de gas prendida. Eso pasó una vez nomás, y como la cocina era chiquita en ese departamento de dos ambientes, Julieta habría movido la perilla en un movimiento sin darse cuenta.

El edificio era tranquilo en un barrio sur de la ciudad, mezcla entre lo nuevo y lo antiguo. Cuando volvió del trabajo, en el pasillo se encontró con dos de sus vecinos: una señora de pelo blanco y bastón y un chico de no más de treinta y cinco años con un perrito salchicha.

-¿Cómo se llama? -les preguntó.

-Eva -dijo la señora-. Ladra siempre que escucha el ascensor.

-Me ladra a mí -dijo Julieta.

Qué rico estaba el helado. Le gustaba cuando el clima de las estaciones cambiaba de a poco, un día había que ponerse un saquito, al otro unas medias más gruesas, a la noche ya era tiempo de desempolvar las frazadas. La noche se estiraba, y amanecía más tarde. En la secuencia siguiente del video que miraba, las dos protagonistas de la película cantan en la ducha. La edición distorsionó las voces y se las escucha desafinadas y cantando a destiempo.

En la parte superior de la compu, justo arriba del pelo de Anna Kendrick, se posó un puntito negro. Era una mosquita, chiquita, molesta. A Anna Kendrick le quedaba como si tuviera un moño. Julieta contuvo el aliento para que la mosquita no la sintiera, y la aplastó instintivamente de un manotazo. La pantalla de la compu quedó arruinada en esa parte, con una mancha gelatinosa.

-Qué boluda -dijo en voz alta.

Apareció otra mosquita. Julieta acercó la mano pero se frenó, porque no sabía si la compu aguantaría otro manotazo y, encima, había aparecido otra mosquita, esta vez abajo, cerca del símbolo de Windows. Se acomodó en la cama y el parlante se cayó al piso. Cuatro o cinco mosquitas giraban alrededor del parlante. Algunas estaban medio tontas, apenas podían volar. Caminaban por el piso y querían tomar envión para volar, pero a los dos o tres pasos se caían y morían. Otras salían disparadas de los agujeritos blancos del parlante y planeaban en un vuelo recto, hasta que en un momento se frenaban en el aire, como si se preguntaran a qué mundo habían llegado. La pieza se llenó de mosquitas negras.

El parlante se trabó, la voz de Anna Kendrick se llenó de estática y el zumbido de las mosquitas tapaba las voces del video. Apareció una voz que venía del parlante. Era una voz calma y suave, reconfortante, como si todo lo que dijera fuera luz, blanca brillante, y las palabras retumbaran en la conciencia en golpes acompasados. Esa voz daba ganas de dormir eternamente, ser acunada por su sonido aletargado.

-¿Estás por ahí? -dijo la voz.

Las mosquitas negras no paraban de salir del parlante y era como si el aliento de la voz se sintiera en un cosquilleo del oído.

-Hola, ¿estás? ¿Otra vez te fuiste?

La voz no volvió a hablar. Parecía esperar una respuesta, inquieta atrás del parlante, metida adentro del aparato. Su presencia latía en las paredes llenas de mosquitas. Si la voz hubiera tenido un cuerpo, ese cuerpo también habría sido luz, un compuesto invisible pero que ilumina, viaja rápido a través del espacio y aleja la oscuridad y las sombras. El helado se derretía con la cucharita adentro del pote.

-Te escucho. Me dice Joana que te escucha la respiración.

La desorientación les ganó a las mosquitas. ¿Adónde habían ido a parar? Las más locas se golpeaban contra el foco del velador, impedían que otras se acercaran, y las más sensatas descubrieron las lucecitas verdes del módem. Buscaban cualquier luz que les alargara la vida y les diera una esperanza. La pantalla de la compu se había vuelto negra, la cara de Anna Kendrick era como la de un ser que vivió durante toda su existencia lejos de la sociedad, apartado, en los montes, lejos también de la luz del sol.

La voz estaba segura de lo que decía, como si a través del parlante pudiera ver del otro lado, no solo escuchar. Si hablaba con tanta convicción era porque sabía que podía cambiar las cosas. No era la voz de una conciencia, no era algo simbólico, una voz que parece estar en todas partes y después resulta que es un loco encerrado en la pieza de un loquero. Esa voz se dirigía a alguien.

En la pantalla de la Lenovo, una cara negra de pelo negro miraba por encima de las cosas. Movía la cabeza para el costado, como los perros cuando tienen hambre. Sus ojos rojos de curiosidad iluminaron las paredes. Esa curiosidad la tenía intranquila, con cada movimiento de cabeza era como si se acercara a la pantalla, y su figura crecía. Quince recuadros reproducían su imagen en la pantalla.

Era Joana. Habló pero no se entendió nada de lo que dijo. La compu no respondía a ninguno de los comandos, ni a las teclas, ni al mouse, al enter, a la barra espaciadora, a nada. Joana avanzaba a paso lento pero seguro, y las formas difuminadas de sus contornos llenaron la pantalla de negro.

-Tenemos que irnos -dijo-. Vengo a buscarte. Ya es hora. No soy una imagen, estoy hecha de palabras.

Joana estaba sentada en la cama de espaldas, con los hombros vencidos. Las mosquitas habían dejado de volar, el parlante y la compu se apagaron. Las manos de Joana acariciaron la sábana como si fuera la primera vez que tuviera algodón entre los dedos. Un caniche ladraba a lo lejos. Autos y camiones cruzaban la autopista.

 

Marzo 2022

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