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lunes, noviembre 25, 2024

Yo me quiero casar… ¿Y usted?

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«Roberto Galán tenía la voz grave, el pelo canoso y lacio y un bigote claro y sereno como un día gris de invierno. Presentaba a los candidatos y candidatas, señores y señoras de más de sesenta años en busca del amor». Por: Derian Passaglia.

A la salida del jardín me iba a buscar mamá. El edificio del Ministerio de Educación de la provincia de Santa Fe estaba a la vuelta y mamá caminaba unos metros hasta el jardín, y después en esa misma esquina tomábamos el colectivo hasta casa. Las puertas giratorias del Ministerio: entradas y salidas a universos paralelos a través de un mecanismo con forma de frasco de vidrio gigante. Mamá no se olvidaba de comprarme el yogur con cereal Zucaritas y a veces, para variar, el Serenito. El número del colectivo era el 129. El boleto salía cincuenta centavos. Me gustaban los números que el coche tenía a los costados y atrás, que era otro diferente del número de línea, era el número de coche. Mentalmente trataba de adivinar cuál iba a venir: el 8, el 17, el 54…

Todos los colectivos tenían un martillo de color rojo adherido entre los espacios de las ventanillas. Abajo, una advertencia: “Rompa el vidrio en caso de emergencia”. Pero era muy complicado todo. En primer lugar, ¿cómo se iba a romper el vidrio si el martillo estaba atornillado a las paredes del colectivo y envuelto en una funda de plástico? Segundo, parecía un martillo muy chico como para romper el vidrio. La imaginación me llevaba a pensar en el momento en que estuviéramos saltando por las ventanas en caso de emergencia. Nunca dejaría a mamá atrás, primero la salvaría a ella. Siempre quise ser un héroe.

Pero bueno, tenía cinco años, capaz no iba a poder. En el departamento de PH de la calle Balcarce, mamá hervía salchichas. A mamá no le gustaba cocinar, y siempre lo repetía, pero la verdad es que cocina re bien y su especialidad son las tartas de acelga. Como llegaba cansada del trabajo cocinaba lo más rápido: Panchos, arroz, milanesas… Mirábamos Lucho Avilés en Indiscreciones, Mirtha Legrand, y antes o después venía el programa de Roberto Galán: Yo me quiero casar… ¿Y usted? Mamá no me ponía nunca los dibujitos y yo no le pedía que cambie de canal. Había algo hipnótico en esos programas para gente grande que me atornillaba, como el martillo del colectivo, a la silla del comedor, y no me quería ni ir a dormir la siesta. Largos cameos donde los conductores hablaban pausadamente, sin gritar, vestidos de traje sobre un fondo de columnas blancas y una alfombra brillante.

Era raro ya desde el nombre: Yo me quiero casar… ¿Y usted? ¿Por qué nos interpelaba así? Encima nos trataba de usted, como si fuera una pregunta correcta, formal, perfectamente natural, cuando en realidad resultaba intrusiva e íntima. Yo no me quería casar, ni siquiera había empezado a vivir. Aunque si me lo proponía, en ese momento me hubiera casado con María, la vecina que vivía al final del pasillo. María era más grande, tenía nueve, pero estábamos todo el día juntos y ella me cuidaba como si fuera un hermanito. Este sueño nunca lo pude olvidar: María tenía las tetas largas como cintas, finas y sedosas, y estábamos los dos metidos en un compartimento del modular, ese que tenía una de las puertitas rotas y yo usaba como un refugio personal.

Roberto Galán tenía la voz grave, el pelo canoso y lacio y un bigote claro y sereno como un día gris de invierno. Andaba siempre con unas tarjetitas en las manos y presentaba a los candidatos y candidatas, señores y señoras de más de sesenta años en busca del amor.

-¡Se ha formado una pareja! -decía Roberto Galán cuando dos viejos coincidían: cada uno había escrito el nombre del otro en un cartón blanco con un fibrón negro.

Se habían ganado un viaje para dos personas a una playa del Caribe. Los viejos se agarraban de la mano y se daban un piquito. Una aventura excitante el amor a la tercera edad: ¿qué les depararía el destino? ¿Seguirían juntos, ahora sí, por fin, hasta la eternidad?

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