Derian Passaglia narra escenas y recuerdos de los tempranos 2000.
El gordo Baiocchi traía abierto el diario Olé y la gozaba: Niuls había salido campeón del torneo local. Por un pasillo, por ese pasillo, se llegaba al segundo año del polimodal con orientación en humanidades. Lucas salió del aula con los ojos llorosos después de dar una exposición oral sobre un libro de Nietzsche que no leyó. Hacía que tocaba la guitarra mientras hablaba y se reía. La de Filosofía no lo perdonó. Le puso un 4. La única nota que dijo en voz alta fue la de Lucas. Frente a las injusticias, Lucas reaccionaba así: ojos llorosos y desplante. Armó la mochila, sin decir nada, y se fue.
La de Lengua hablaba y hablaba pero yo miraba los poemas en la parte de atrás del libro de texto. No los leía, los miraba. No entendía nada de lo que querían decir así que solamente miraba embobado. Otra vez, quizá otro año o este, la de Lengua recitó un verso de Huidobro: “El adjetivo, cuando no da vida, mata”. ¿Qué quería decir? Me imaginaba un adjetivo asesino, como Jason, como Freddy.
Abuelo Hugo estaba preocupado por mí, porque yo no salía de la computadora. Vino Lucas a casa para hacer un trabajo práctico, y como él no tenía computadora nos quedamos chateando con desconocidos en el chat de Yahoo. Lucas no soltaba el teclado.
-¿Te gusta por atrás? -preguntaba.
-¿Tragás o escupís?
Entró mi padrino José Luis a la pieza y Lucas se puso nervioso y no pudo cerrar las páginas porno. José Luis se lo tomó con naturalidad, y siguió hablando de otra cosa. Pentium II con 4gb de memoria, Windows 98, teclado, mouse, micrófono y parlantes, monitor, protector de pantalla, fundas. Posteriormente compraron una impresora y yo me imprimí libros enteros, los agujereaba y encuadernaba. Para crear una cuenta en el MSN había que hacerse un mail. ¿Cómo iba a ser mi email? ¿Y la contraseña?
Cómo hicieron no sé, me lo sigo preguntando, pero lograron despegarme de la silla de la pieza y me arrastraron al Parque Urquiza. Estábamos todos: mamá, papá, Milton, la Tuti, primos, tío y abuelos. El sol en la cara. El vientito de la tarde. El olor a praliné. La corneta del churrero y la musiquita Para Elisa del heladero. Rodaban las pelotas y las bicicletas. Y de fondo, el planetario, un edificio que parecía haber caído ahí desde el espacio. Eso era la vida real. Un poco estaba bien pero después me aburría, abría el discman, ponía el cd trucho en vivo de La Nueva Luna, cerraba los ojos y me tiraba a la sombra con la reposera.