29.7 C
Asunción
lunes, noviembre 25, 2024

La calcomanía de Stadium

Más Leído

Si se presta atención a lo que hay alrededor de uno, si la mente se aísla por un segundo y escapa de la lógica alienada de la realidad, lo que se va a ver es el presente, o sea el tiempo pasando en el mismo momento en que pasa… Por: Derian Passaglia

En un ropero viejo en el garage de la casa de abuelos Hugo y Mabel había pegada una calcomanía de Stadium. La mitad estaba arrancada, como si alguien hubiera querido sacarla, limpiar ese mueble que ya no sirve y hace bulto, donde se guardan trastos viejos. Es un jugador de fútbol americano de frente, corriendo con la pelota en la mano. Fue una visión. Entré en la calcomanía, estaba en la dimensión de ese jugador de fútbol americano. Las paredes se disolvieron. Era de noche y yo no era más alto que un perro de raza. La noche está prohibida para las personas como yo. Me siento diferente porque puedo experimentar, como ningún otro chico, lo que se siente estar despierto de noche.

La Tuti la metió a mamá a Stadium. A mamá no le gusta mucho salir ni relacionarse con la gente, ¿qué sentirá trabajando en la barra de un boliche con todas esas luces y ese humo y esa música y esa transpiración que baja por las axilas de adolescentes excitados? La única vez que salió a un boliche mamá conoció a papá. Fue por insistencia de abuela Mabel. Le prometió que si salía le compraba ropa. Se la compró. Mamá no quería salir. La imagino toda vestida con la ropa puesta brillante, bañada y peinada, mirando por una ventana con los brazos cruzados. En la década del setenta nevó en Rosario. Abuela Mabel no dejó salir a la calle a sus hijas por miedo. ¿Ese mismo miedo es el que había transmitido a mamá? Soy producto de la casualidad de la noche.

Como era un boliche matineé, Stadium cerraba a las dos o tres de la madrugada. Durante esas horas el mundo que me era ajeno se abría ante mí. Cada fin de semana íbamos con papá en el auto de bar en bar. A veces nos quedábamos haciendo tiempo en lo de abuela Peti, a veces nos juntábamos en algún barcito con los amigos de papá. Yo estaba semi dormido, molesto en la silla, aburrido. La tele del local, a lo lejos, estaba prendida a un volumen inaudible. Papá y sus amigos hablaban y hablaban en un barullo que se va transformando lentamente en una realidad que pertenece al sueño. Hablan en la conciencia sin que se puedan distinguir las palabras. De repente silencio y cuando te querés dar cuenta otra vez el ruido asordinado de los grandes que hablan y hablan y se ríen.

La tele muestra a uno, en una película, al que le están arrancando un ojo. Es un gordo pelado en un callejón al lado de un tacho de basura, o me lo estoy inventando, porque no sé si era así la escena. Le arrancan un ojo con los dedos. Eso era la noche. En la película también era de noche. Nadie parecía darse cuenta de lo que estaba pasando en la tele, o sí, pero a nadie le importaba.

No tuve miedo, tuve impresión. Un ojo que se salía de la córnea en una película que no se sabe si existe, jamás la volví a ver y no conozco a nadie que haya hablado de esa escena. Cuando iba a los bares con mi papá sentía que ingresaba al portal de un universo paralelo. Pero si lo soñé y no fue realidad, ¿por qué me parece que esa imagen tan viva e insistente pertenece a este orden de las cosas, a esta realidad, al mundo donde los vivos tienen conciencia? Escribo estas imágenes porque todas me parecen producto del sueño, de un mundo que tiene una lógica distinta a este.

Si se presta atención a lo que hay alrededor de uno, si la mente se aísla por un segundo y escapa de la lógica alienada de la realidad, lo que se va a ver es el presente, o sea el tiempo pasando en el mismo momento en que pasa, el cambio se produce en ese instante, de un segundo a otro, de un minuto a otro. Lo raro es que no parece que el tiempo estuviera pasando, porque si se levanta la vista y se ve, por ejemplo, como estoy mirando ahora, una silla, un cactus, un vaso con restos de pulpa de naranja, esas cosas están quietas y no cambiaron desde el momento en que las vi, es decir que no parece que el tiempo estuviera pasando. Y como para sentir que el tiempo pasa hay que hacer un esfuerzo, hay que parar la mente y tomar conciencia del momento, por eso el recuerdo trabaja de una manera y no de otra, transforma a la realidad, al presente, que es puro tiempo que pasa, en una imagen donde no solo está contenido el pasado, sino también el presente y el futuro, una imagen donde conviven todos los tiempos posibles porque esa imagen vuelve, insiste y modifica la percepción de lo que se está viendo y de lo que se verá.

¿Recordaré este momento, el de ahora, en este monoambiente de planta baja, mientras escribimos en el silencio del día nublado de principios de febrero, como un sueño que no voy a saber si fue realidad o me lo inventé? Si miro a la silla, al cactus, al vaso con restos de pulpa de naranja el tiempo no pasa, es como si directamente no existiera.

Me encantaba ir a los bares con papá, me hacía sentir grande. La duración del tiempo en el espacio es lo que va a dar la pauta del cambio, y en ese cambio el tiempo se vuelve tema y forma. El cactus crece imperceptiblemente, la pulpa se va a secar y adherir al vaso, la silla se va a llenar de polvo. Lo que parece transformarse es la forma de concebir la realidad, porque cuando se toma conciencia del tiempo en el mismo momento en que pasa se abre una brecha en la realidad, se captura un momento que vivirá en el espíritu por siempre y que no quedará ligado a la cronología lineal porque va a ser inolvidable, presente, eterno. En la esquina del jardín, pasando el Ministerio, había un bar en el que me gustaba desayunar con papá, después de que dejábamos a mamá en el trabajo y hacíamos tiempo hasta la hora de entrar al jardín.

Los fines de semana me quedaba a dormir en la casa de abuelos Hugo y Mabel y a la noche, viernes o sábado, caminábamos hasta la pizzería Santa María y nos sentábamos en las mesas de afuera, en la esquina de San Martín y Garay. La noche era fresquita y pasaba mucha gente por la calle. Abuela Mabel se pedía para tomar cerveza Liberty, que no tenía alcohol. ¿Cuál era la gracia de tomar cerveza sin alcohol? La lata era azul y el logo un águila. Lo mejor era después de comer. Abuelo Hugo se quedaba sentado mirando pasar la gente, tomando; yo la llevaba a abuela Mabel al local de maquinitas de al lado, me compraba fichas y jugaba hasta la hora de irnos. Después cerró el local de maquinitas y pusieron un cyber.

A veces comprábamos la pizza y la llevábamos para comer en su casa. Abuela Mabel me dejaba llevarme las porciones a su cama y cada tanto venía a preguntarme si estaba bien, si necesitaba algo. Era un emperador de poco más de un metro de altura. Prendía la tele enorme que tenía en la pieza y en la oscuridad y el silencio (el único murmullo venía de la tele de la cocina donde abuelos Hugo y Mabel miraban el noticiero) me dejaba hipnotizar por las imágenes de Todo x 2 pesos, Magazine For Fai, Chachacha o el programa de Gasalla.

Al otro día entre plantas enormes en el medio del patio, abuelo Hugo ponía la radio con los tangos. A la vuelta de su casa, por Garay, había una panadería a horno de leña. Desayunaba con tortitas negras que compraba abuelo Hugo. Tenían una capa de azúcar negra de un centímetro de alto. La masa era amarillenta, aireada, esponjosa. Hacían pan espigado también, una rareza que había visto nada más que en esa panadería. Después sacaban las sillas afuera y nos sentábamos a ver pasar a la gente. Saludaban a los vecinos, venía alguno y se quedaba hablando con abuelo Hugo.

A la vuelta, también por Garay, había una carnicería, una escuela pública y un lugar donde una vez fuimos a una peña. Habían venido mamá, papá y Milton también. Tablones de madera sostenidos por caballetes se ubican de costado al salón, uno tras otro. Hubo comida, sorteos, tangos y bailes. Cuando volvimos a la casa de mis abuelos, abuela Mabel se tiró a llorar a la cama desconsoladamente, no podía parar. Papá trataba de calmarla, le hablaba. Nunca había visto a abuela Mabel así. Lloraba porque se había muerto su mamá.

En el centro, acompañé a abuelos Hugo y Mabel a otra peña. Las luces estaban bajas y las parejas bailaban tango en una pista enorme. Me llevé Crimen y castigo con la pretensión de leerlo. No veía nada y el ruido no ayudaba. Dentro de poco me iba a mudar de ciudad y a dejar todo atrás. Casi que no salía a ningún lado, no tenía interés, me quería quedar leyendo en la cocina hasta las cinco de la mañana con Aquiles, que todavía era cachorro, sentado en mis piernas.

En 4to o 5to grado fui a una matiné por primera vez. Fue en el gimnasio de la escuela. Pusieron luces fluorescentes en las paredes. Cuando entré sonaba Blue. Estaba desorientado y me sentía raro en un lugar que conocía pero de otra manera. Traté de no perder a mis compañeros en toda la noche, ¿qué iba a hacer si no solo? Todos estaban preocupados por encontrar una pareja para bailar. Bailé lento con una nena a la que no le dije una sola palabra. Ni siquiera nos despedimos. Terminó la canción y cada uno se fue por su lado, como si nos hubiéramos sacado un peso de encima. Papá me pasó a buscar. Yo estaba vestido con una camisa a cuadros color mostaza desabrochada y una remera blanca abajo. Me quería dar la mano y caminaba pegado al lado mío. No sabía dónde meterme de la vergüenza. Chicos y chicas más grandes transaban apoyados en la pared y se reían.

Más Artículos

Últimos Artículos