El escritor Derian Passaglia escribe sobre su carrera futbolística, con mención especial a las inferiores del club Central Córdoba de Rosario, institución por la que pasó también Lionel Messi.
De los clubes en los que jugué en el baby fue quizá en Central Córdoba donde me sentí más cómodo, más importante. Y eso que mi paso frustrado, frustrado finalmente por el fútbol, en una corta carrera hacia la profesión que terminó a los dieciséis años, poco más, poco menos, tuvo un derrotero algo extraño, y por distintos clubes. Empezó a los cinco, a los cinco o a los seis, cuando abuelo Hugo me llamó por teléfono de línea y me dijo:
-¿Querés ir a jugar al fútbol? Ahí a la vuelta de tu casa hay una canchita…
Y yo no quería, la verdad, me daba un poco de cosa, pero acepté porque abuela Mabel me prometía que me iba a comprar masas secas en la panadería. Entonces ella traía la bandeja con masas, yo no dejaba una porque me encantaban, y después no iba al fútbol, me comía las masas nomás… Pero tenía que ir, ya había dado el sí, me había comprometido, y abuelo Hugo me iba a mirar, se sentaba en la moto, atrás del alambrado, y perseguía mi deambular por la cancha mientras yo esperaba que me llegue la pelota, y una vez me caí y me raspé la rodilla, y reabrió una herida. Me salía pus, chorreaba el pus por la rodilla. Me acerqué al alambrado, desesperado, a punto para el llanto, y abuelo Hugo me dijo:
-No pasa nada.
Entonces volví a jugar ya más tranquilo, porque si abuelo Hugo decía que estaba todo bien estaba todo bien… Y de la cancha sintética salté al pasto, en el Club Fábrica de Armas, donde también jugaban mis primos, Pablo y Diego. Y jugué también en Juan XXIII y en Pablo VI con Joan, Joan jugaba de 10, y jugaba muy bien, flaco y alto, como el padre, de pisada y cintura en cortos movimientos. Mi papá era aguatero de la categoría 88 de Pablo VI, y él mismo había construido el cajón donde cargaba y descargaba las botellitas cada partido. Y al final jugué en Tiro Suizo, club donde comí banco, y me sentía morir por dentro, sentía mucha bronca, porque el técnico no me ponía y yo tenía ganas de llorar y preguntarme: ¿por qué estoy acá? ¿Esta va a ser toda mi vida? ¿Siempre voy a estar acá, en el banco, esperando una oportunidad que no llega porque ni siquiera está en la mente del técnico?
Pero en Central Córdoba fui feliz, y no me quedaba más que eso, que recordar esos momentos donde había sido “el 10”, con la camiseta blanca de mangas y cuello rojo, parecida a esas viejas camisetas de los ochenta en un país de Europa del este, mangas largas, eso era lo mejor, y el pantaloncito rojo brillante, y las medias azules y rojas. Mi Central Córdoba querido, el club del barrio de abuelo Hugo y Mabel, enfrente de la Vigil, la escuela donde hice la primaria… Y ahí jugaba con el Pinino, jugaba de 9 y la rompía, y yo más retrasado, uno o dos metros delante del círculo central, esperando cruzarme con sus piernas largas para darle ya la pelota, y correr a buscar la devolución, y entrar al área chica. Y también estaba Germán en ese equipo, al que reencontré de grande en otra ciudad, por intermedio de César, un amigo en común…
Y jugó Messi en Central Córdoba de Rosario, un año o menos, pero él era una categoría más grande, y yo era categoría 88, y a veces me decía lo raro que sería cuando llegue la categoría 00, porque después de nuestros partidos venía la 89 y la 90, la 91 y la 92… ¡La categoría dosmil! Qué ansiedad me daba pensarlo, porque el tiempo seguía avanzando rápidamente, cada vez más rápido, y yo no llegaba a primera… Ni cerca estaba, porque cuando pasamos a cancha de once, el pasaje del baby al fútbol de verdad, me costó muchísimo, me costó tanto que andaba perdido en la cancha, o me escondía para que no me llegara la pelota, porque las dimensiones eran muy grandes, y los rivales me cruzaban la pierna y yo volaba. En cancha de once cambié de posición, empecé a jugar de 7, como Cristiano Ronaldo, como Mbappe, como Guillermo Barros Schelotto y como Éric Cantoná… Y esa había sido mi cruz, haber perdido mi 10, haber elegido el 7, porque “el 7” es el jugador más soberbio de la cancha…
Y ya no jugué en cancha de once como en cancha de siete, cuando tenía el 10 en la espalda. Y fue Carlini el que me había llevado a Pablo VI, porque Carlini había sido mi técnico en Central Córdoba, y me quería tener en su equipo, y eso era hermoso, ¿no? Era hermoso que alguien te llamara porque quisiera tenerte en su equipo. Pero jugando en cancha de once no me hallaba… Sentía como una presión, una presión no en el pecho, sino como una presión autoimpuesta, por ser el mejor, por destacar, por los rivales, por Carlini y mi papá, el aguatero, que me miraba desde afuera… Y era horrible esa presión, porque no me dejaba soltarme. Entonces antes de entrar a la cancha, antes de pisar la línea del lateral, me persignaba y me encomendaba a Dios, y seguía una dieta estricta que me costaba mucho mantener, porque en el fondo prefería las masas secas…
Esa presión me fue consumiendo, me fue devolviendo al fondo de mí mismo, y ya casi que no disfrutaba los partidos. Encima Carlini gritaba, siempre gritaba, y se ponía loco en la línea de lateral, en el banco de suplentes. Aunque en Pablo VI no había banco de suplentes, uno tenía que esperar ahí sentado en el pasto o parado nomás, parado al lado de la línea blanca del lateral. ¿Por qué gritaba tanto Carlini? Gritaba y gritaba, todo el partido, y a mí peor me ponía, porque si hubiera dicho las cosas bien, amablemente, quizá lo hubiera escuchado, pero así, gritando así, se me nublaba la mente y más nervioso me ponía…
Y antes de jugar el partido Carlini nos daba una charla técnica, la última charla antes del ingreso al campo de juego, las últimas palabras de nuestro director técnico antes de la verdad. Nos poníamos en ronda, con los botines ya calzados, las camisetas amarillas y blancas de Pablo VI, esas camisetas papales, vaticanas, de un amarillo brillante, y Carlini se ponía en el medio de la ronda y nos hablaba, tranquilo ahí, sin levantar la voz, era después cuando se transformaba, cuando se volvía un monstruo redondo de un metro y medio con barba candado. Carlini nos hablaba de la importancia del partido, de las posiciones que teníamos que ocupar, de las características del rival, y nos decía:
-Porque de acá uno solo va a llegar a primera…
Y nosotros nos mirábamos como preguntándonos quién sería, quién sería de todos nosotros el que llegaría a primera, cuál de todos nosotros debutaría en una cancha llena de gente, con las populares explotadas, tirando papelitos, tocando bombos y platillos, cantando canciones y agitando banderas… ¿Quién de nosotros tendría ese privilegio? ¿Cuál sería el jugador que saldría de la categoría 88 de la división B o C o D del club Pablo VI y llegaría a cobrar un sueldo por jugar a la pelota, por jugar simplemente un juego, el más lindo? Y eso me angustiaba, más me angustiaba, porque quizá no fuera yo el que llegara a primera, quizá fuera otro, mi compañero de al lado, ¿y qué iba a ser si no? ¿Qué iba a ser si no era futbolista?