La casa del boulevard Oroño era más grande todavía que la del otro barrio, y para la Bichi era mucho: dos pisos, un montón de piezas, mucho silencio y mucho verde… Por: Derian Passaglia
*Imagen de portada: Gala Semich
Como cada verano, cuando tengo vacaciones, vuelvo a la casa de mamá. Después de años, décadas de vivir en el barrio pobre al final de la ciudad, pasando la vía del tren, entre narcos, borrachos, primos y señoras chusmas, mamá por fin se había mudado a una casa más grande, con parte de una herencia, en el boulevard Oroño, la calle más paqueta y tradicional de Rosario.
Mamá, en realidad la Bichi, no sé por qué escribo mamá si nunca le digo «mamá», le digo Bichi, le decimos la Bichi… Ella misma se puso el apodo de chiquita porque le gustaban los animales. La Bichi estaba re contenta en el caserón, porque hacía mucho que se quería mudar, no aguantaba más a la Susana, la vecina de enfrente, decía que le espiaba todos los movimientos: sabía la hora en que salía y llegaba del trabajo, preguntaba cuándo volvería yo de Buenos Aires, cómo andaba Milton, todo. Encima, si la Bichi se ponía a baldear el frente, o a regar las plantas, la Susana mandaba el marido para adentro, para que no la viera a la Bichi. Celosa y maldita como ella sola, la Susana. Yo le decía a la Bichi que no se haga la cabeza, que se estaba poniendo un poco paranoica y que no le diera bola.
La casa del boulevard Oroño era más grande todavía que la del otro barrio, y para la Bichi era mucho: dos pisos, un montón de piezas, mucho silencio y mucho verde, dos palmeras en la entrada, escaleras blancas decoradas con leones de yeso, seis baños y un patio con enredaderas. No se hallaba tampoco con los lujos, andaba con cuidado de no romper nada y lo retaba al Oso, el perro, si entraba a la casa con las patas sucias del patio.
-Vos hacés lo que querés -le decía.
Y el Oso, con los ojos llenos de culpa, se iba a su cucha en el salón principal de la casa, al lado de una mesa larga de mármol. Qué vida la del Oso, eh. De perro mendigo, sufrido, con una pata mocha, rescatado por una protectora, a príncipe de la Bichi en la mansión del boulevard Oroño. Cuando se metía a la cucha, una funda con acolchado negro medio sucia, el Oso pegaba un saltito de contento; cuando la Bichi lo dejaba solo y se iba a la verdulería, se ponía a llorar, y miraba con esos ojos negros y tristes, preguntando dónde se había ido su madre, por qué lo había abandonado.
-Es un bobo -decía la Bichi.
Después lo miraba y le decía, otra vez como retándolo, pero ya en joda:
-Maricón.
Lo sacaba a pasear todos los días, o casi todos, y si se acercaba algún perro, cualquiera que fuese, el Oso le ladraba. La Bichi le tenía que sostener fuerte la correa. No tenía sentido del humor el Oso. Había sufrido mucho en la vida.
El fin de semana que llegué de vacaciones la Bichi organizó un asado con la familia, ya todos conocían la casa, y Milton y Axel me llevaron al sótano porque querían mostrarme una biblioteca abandonada, húmeda, con primeras ediciones y fanzines: estaba El guadal, del poeta rosarino Daniel García Helder, en su edición de 1994; El Salmón de Fabián Casas, en la edición mítica de Libros de Tierra Firme, del editor mítico José Luis Mangieri, al que Casas apoda cariñosamente «Cauli» en los epígrafes y dedicatorias de sus libros; una edición desconocida hasta el momento, o que yo nunca había escuchado hablar, de Segovia, de Daniel Durand, sin fecha, créditos ni nombre de editorial: eran unas hojitas amarillentas con un pito enorme y parado en la tapa eyaculando sobre los labios pintados de fucsia de un ogro pelado y con tachas en el cuello. En la última página, como colofón, decía: «Segovia se terminó de imprimir en el monoambiente alquilado de Juan Desiderio, el 28 de febrero de 1993. Puto el que lee».
¡Wow! ¡No lo podía creer! ¡Yo era fan de la poesía de los noventa y de repente, lo que no había conseguido en años y años de andar buscando por MercadoLibre, lo tenía ahí, en el sótano polvoriento y oscuro de la mansión de mi vieja! Milton y Axel no le daban ni cinco de bola a ese descubrimiento que era, quizá, todo un hito para la historia de la literatura argentina. Andaban revolviendo los cacharros, cubriendo y descubriendo las estatuas ocultas detrás de sábanas blancas, buscando cosas de valor donde no había más que muebles carcomidos por las ratas. En eso, Axel se prendió uno.
-Acá no, bobo -le dijo Milton.
-Ni llega el humo allá -dijo Axel.
Los ambientes eran enormes, la voz retumbaba entre las paredes y se perdía en los huecos de las cosas. No había muchas posibilidades de que el humo subiera las escaleras del sótano, pasara por un pasillo con puertas y piezas, cruzara un antebaño, dos salas de estar, un frente vidriado y llegara a las narices de nuestro abuelo o tía, en los sillones despatarrados en los que hacían la sobremesa abajo de una higuera. Axel apagó la tuca con la lengua.
-¿Y esto? -dijo Axel.
Era un bidón de plástico transparente, un poco grasoso por afuera, y que resaltaba en la oscuridad del sótano por el líquido espeso que tenía adentro: era un aceite fosforescente, verde, que goteaba por los bordes del cuello. Abajo del bidón, de hecho, había un charco verdoso, y unas cuantas gotas se desprendieron y se juntaron más allá del charco, y avanzaban sobre el parquet de madera crujiente. Ninguno de los tres dijo nada, porque nos parecía re flashero que un charquito verde se desplazara solo por el suelo sin que un viento lo arrastrara, como un ratón que se escabulle en las rendijas de las maderas cuando siente las vibraciones de peligro en la inminencia. El charquito verde se dividió en dos, uno fue para el lado de Axel y otro para el de Milton, y se perdieron debajo de las suelas de las ojotas. Milton levantó el pie, pero el charquito ya no estaba. Axel no andaba tan rápido de reflejos.
-¿Dónde se fue?
Axel levantó los pies, primero uno y después otro, y como no vio nada pegó un saltito en el lugar.
-No están -dijo Milton, y se agarró una pierna para mirarse abajo de la ojota.
Los charcos se habían metido adentro de los cuerpos, o se habían evaporado, pero ya no estaban.
-¿Qué mierda es esto? ¿Aceite? -preguntó Axel, más confundido que antes.
-Es la sangre de antiguos dueños de la casa.
Nos cagamos de risa, porque Milton lo decía con cara de serio, siempre hace los chistes así, uno no sabe si reírse o matarlo, y nos agarró como un chucho de frío ahí abajo, en el sótano, y enfilamos rápido para las escaleras. Terminamos el postre, el mate con facturas a la tarde, y cuando cayó el sol Milton los llevó en el auto al abuelo, la tía, la prima y Axel, y después se fue a su casa con Maru, mi cuñada.
-¿Viste el bidón que hay en el sótano? -le pregunté a la Bichi a la noche, mientras comíamos las sobras de asado del mediodía: vacío, morcillas, chinchulines y entraña que calentó en el horno.
-No, ¿qué tiene?
-Ah, pensé que lo habías visto.
Bajamos, porque se lo quería mostrar y porque también me daba un poco de cosa bajar solo, y me quería llevar las primeras ediciones de los poetas de los noventa para leerlas y estudiarlas. Ya me imaginaba canchereando esas primeras ediciones entre mis alumnos del taller de poesía de los noventa que me gustaba dar cada año.
-Ah, ¡acá estaban las luces! -dije yo cuando la Bichi prendió la luz en un costado de las escaleras, atrás de una puerta de madera.
-Estaba acá -dije, y miraba para todos lados, entre la biblioteca y las estatuas.
El bidón ya no estaba. La Bichi dijo que capaz alguno de los chicos, Milton o Axel, lo había guardado, y que ya se iba a hacer tiempo un fin de semana para dedicarse a limpiar el sótano, pero como tenía que ir pieza por pieza, lo estaba reservando para el final, porque iba a dar mucho trabajo todo ese polvo acumulado durante años que nadie se había molestado en limpiar. Subimos con mis primeras ediciones.
El miércoles vinieron a comer Milton y Maru. Trajeron pizza de la Santa María, nuestra favorita de la zona sur, y que comíamos en la mansión de Oroño con otra nostalgia, como si fuera el sabor de un pasado perdido para siempre, a lo Marcel Proust. En una punta de la mesa, Milton me miraba fijo, re turbio, mientras masticaba cada bocado y también mientras sorbía del chopp helado la cerveza. Cuando terminamos la pizza y el helado, subí a mi pieza, porque los ojos marrones de Milton mirándome permanentemente me incomodaban. Salí de mi pieza solo para ir al baño, cruzando el pasillo a dos puertas, y apenas abrí la puerta sus ojos, otra vez, grandes y marrones me devolvían una idea: ese que estaba adelante mío no era Milton.
-La concha de tu madre, boludo, ¡me cagué todo! -le dije.
-Aijs diten -dijo Milton.
¿Qué me quiso decir? Parecía que hablaba otro idioma. Traté de dormir esa noche, pero el calor no me dejó, todavía no habían instalado el aire y faltaban muchos de los servicios básicos, como el wifi o la tele. No había mucho tampoco para hacer más que leer y escribir, dos de mis actividades preferidas, las que más disfruto, junto con jugar a la pelota y ver los partidos de Central. Me fui a la mesa del patio, esa mañana, y leí durante varias horas, y escribí otro poco, y cuando ya me sentí cansado, con la mente despejada por la actividad, me puse a regar las plantas. Desenrollé la manguera, y cuando la fui a conectar a la canilla, al lado de la bomba de agua, entre los rosales, encontré el bidón. Ya no tenía el líquido verdoso, tenía otro, uno amarillento. Por las dudas no me acerqué.
-Ah, sí -dijo la Bichi-, ese lo compré yo. Es nafta para la máquina de cortar el pasto.
Era el mismo bidón: alto y ancho, transparente, de cuello largo y con una manija en la parte superior.
Le conté a la Bichi lo que había pasado en el sótano, y lo que había dicho Milton sobre la sangre de los antiguos no sé qué, y la Bichi me escuchaba como si le estuviera hablando de los chats de Fede Bal con sus amantes, que justamente pocos días atrás habían salido a la luz. Recién prestó atención cuando le dije:
-Lo voy a tirar.
-No, ¿cómo lo vas a tirar? Salió caro.
Lo dejé pasar para no generar conflicto, pero cuando la Bichi se fue a la carnicería, a la tarde, y el Oso se quedó aullando contra las rejas y los leones de yeso de la entrada, tiré el bidón en los containers de la esquina.
El fin de semana vino otra vez a comer la familia. Corrían las achuras en tablones de madera y las ensaladas en bowls de plástico.
-¡Un aplauso para el asador! -dijo el abuelo.
Milton y Axel me miraban fijo sin aplaudir. Milton era una persona esencialmente alegre y callada, amable, siempre dispuesto a ayudar y a sonreír. El Milton que tenía enfrente, en la mesa del patio, era un ser que exageraba los buenos modales, andaba erguido sin doblar el cuello, firme, y caminaba despacio, arrastrando los pies, sosteniéndose por las paredes como si fuera un viejo que le cuesta caminar. Entré a la cocina para buscar la mayonesa y Axel, con la cabeza metida en la heladera, giró para mirarme con sus ojos verdes y vacíos.
-¿Buscabas esto? -me dijo, y me dio el sachet amarillo de Natura.
Me pasé todo el día encerrado en la pieza. No lo aguantaba más. Cuando me asomaba al patio desde la ventana ahí los tenía a los dos, a Milton y a Axel, mirándome fijo desde la Pelopincho, o acostados en una reposera.
-¿Viste que Milton y Axel están diferentes? -le dije a la Bichi a la noche, otra vez comiendo de las sobras del mediodía.
-No me di cuenta, ¿por qué?
-Por el bidón.
-¿Qué? -dijo la Bichi, que ni me entendió.
Subí a mi pieza, me bañé para sacarme la mufa, encima a la tarde Central había empatado 0 a 0 con Defensa y Justicia en un partido de mierda: se repartieron la pelota durante los casi 105 minutos que duró el enfrentamiento, no daban dos pases seguidos, Damián Martínez, el perro, pinchó una pelota (sí, pinchó la pelota de un puntinazo), lo sacaron en camilla al pelado Quintana después de que uno de Defensa le clavó los botines y casi lo rompe y el único tiro al arco fue una pelota que Malcorra encontró de rebote en la medialuna y pasó cinco metros, mínimo, por arriba del arco. Otro año de sufrimiento y penar en la Primera División del Fútbol Argentino.
Antes de acostarme me puse a revisar la edición de Segovia, de Daniel Durand. Tenía ilustraciones que no había visto: una bicicleta volando en el aire con una representación de Jesús con la nariz empolvada de blanco, un tetra de tinto morado volcado en una esquina, una chica en la parada del 132 que se abría los cachetes del culo y mostraba tres agujeros que tenía entre las piernas. Cosas así. En eso cayó una gota desde el techo y fue a parar al hocico de Alf en otro de los dibujos del libro. Era una gota verdosa, pesada, chicle. ¿Otra vez ese bidón de mierda? ¡Lpm! En el techo había un charco. Las gotas me alcanzaron los dedos, la palma y hasta me cayó en la frente. Probé el líquido: era horrible, como los helados de McDonald ‘s. Por un lado sentí alivio, porque me iba a convertir en uno de esos antepasados de la casa, amargados y fríos; pero por otro lado me puse un poco triste, por la misma razón.