Pierce Brosnan tiraba sonrisita de costado en la pantalla, la pantalla inmensa del Village, con una camisa floreada abierta hasta el pecho, acodado en una barra de bambú… Por: Derian Passaglia
Habían inaugurado un complejo enorme de cines en Rosario, era la atracción, la vedette del momento, como cuando se pusieron de moda los tenedores libres chinos de calle Pellegrini, y todo el mundo iba y hablaba, y repetía el sushi y la porción de papas fritas, y festejaba los cumpleaños en esos locales amplios, inabarcables, donde caminaban las cucarachitas por entre las cosas, según mamá. Era algo así, y se hablaba de la cantidad de salas del Village, y del rico olor que había en la superficie de las alfombras, y de la tarjeta Sacoa en la parte de los jueguitos…
Era el cine más grande que un alma humana haya visto alguna vez, ¿y cómo podía ser que todavía alguien no lo conocía? ¿Y cómo podía ser que todavía alguien no se había sentado en esas butacas reclinables, entre el blanco del pororó y las burbujas de gaseosas? Entonces fui por primera vez con la familia de Fernando en los asientos de atrás del Honda Civic, manejaba el padre, en el asiento de acompañante la madre, y quizá también estuviera alguna de las hermanas aquél sábado por la noche. Pierce Brosnan tiraba sonrisita de costado en la pantalla, la pantalla inmensa del Village, con una camisa floreada abierta hasta el pecho, acodado en una barra de bambú, en alguna playa paradisíaca de algún trópico, mientras se tomaba su dry martini y encaraba a la morocha.
Y cuando volvíamos en el Honda Civic por Eva Perón en la madrugada de luces amarillentas de alumbrado público, nadie hablaba, cada uno miraba su ventanilla, salvo el padre, que miraba al frente, y la madre, para tapar el silencio, o para llenarlo con algo lindo, subía el volumen de la FM Vida, porque pasaban también la canción del momento, después de volver del cine del momento… “Hay veces que me voy sintiendo solo…”, cantaba la madre y cantaba la hermana, y después ya cantábamos todos, quizá cada uno para sí mismo, abriendo apenas los labios, en la parte del estribillo: “Hay una cosa que yo no te dicho aún, que mis problemas sabes qué se llaman tú…” Y esta otra parte también cantábamos: “Y si no quieres ni decir por qué he fallado, recuerda que también a ti te he perdonado”.
-¡Tenemos que ir al Village! Ma, ¿cuándo vamos a ir al Village? -volvía yo a casa, desesperado.
Y entonces era papá el que respondía:
-Ahora no se puede, no hay plata. El mes que viene.
Y así pasaban los pósteres en cartelera, los títulos en la marquesina, los días en el calendario, y había que esperar unos cuantos meses para alquilar las pelis recién en el videoclub, hasta que mamá, un día de esos, dijo:
-El sábado vamos al Village.
Y Milton y yo:
-¡Eeeeeee!
Íbamos por primera vez los cuatro al cine, mamá, papá, Milton y yo, íbamos en el Clío, quizá no escuchando la radio sino solamente el giro de las ruedas contra el empedrado de San Martín, dando saltitos en el asiento, y mamá había preparado en una cesta de mimbre, como una Caperucita del nuevo siglo, sánguches de albóndigas para comer durante la función, con las luces apagadas. Lo de la cesta de mimbre es una exageración, ¿dónde habrá escondido mamá los sánguches de albóndigas que íbamos a pasar de contrabando por los controles de la entrada? ¿Y por qué no comíamos un Doble Cuarto de Libra en McDonald’s como la gente normal? ¿No habría plata para ir a comer e ir también al cine y entonces habría que elegir, optar por uno u otro?
En mitad de la peli, en la oscura profundidad de la sala, mamá sacaba un tupper de una bolsa plástica, tratando de caretearla un poco, o quizá no, quizá sin miedo al qué dirán, mamá abría el tupper y se lo ponía en las rodillas, y repartía los sánguches de albóndigas que comeríamos como cena, sánguches que había preparado con sus manos antes de salir, durante la tarde noche, y comíamos mientras mirábamos la película y el olorcito a carne picada cocida llenaba la sala de un gusto propio, de un idioma personal que sólo mamá conocía, y del que nos convidaba a Milton y a mí, y a papá también, y del que nos convertía en cómplices en la ilegalidad de la sala negra del Village.