Y ahí estaba Goku con su pelo inverosímil de puntas negras, el trajecito al cuerpo, los brazos fuertes de haber salvado al mundo… Por: Derian Passaglia
Tarde post siesta o post escuela, sí, post escuela quizá, en la cortada Dragones del Rosario, donde el brillo de una televisión prendida ilumina nuestras caras, la de mi hermano, Milton, y la mía. ¿Serán las seis? No importa ya la hora, lo que importa es que el sol no quema, apenas ilumina los techos de las casas bajas con su anaranjado, y el viento, de a poco, se hace sentir… Tomamos la leche, café con leche, o chocolate caliente con vainillas, eso era lo que hacíamos, sí, después de la siesta, o después de la escuela. Alrededor de la mesa de vidrio, Milton o yo cambiamos de canal, empieza Dragon Ball Z…
Y ahí estaba Goku con su pelo inverosímil de puntas negras, el trajecito al cuerpo, los brazos fuertes de haber salvado al mundo, o de saber, tal vez, que no hay nadie más fuerte que él en el mundo, que es el mejor, mientras suena la letra de la canción que abre el capítulo: “el cielo resplandece a mi alrededor, alrededor…” Era otro capítulo de Dragon Ball Z lo que nos mantenía pegados una hora a la pantalla, sin respirar, sin movernos, sin sacar los ojos de esos dibujos sobrenaturales, donde los personajes volaban y se tiraban poderes y sangraban como chanchos degollados en un planeta que se parecía a la Tierra pero que era Namekusei. Gokú y Freezer pelearon en esas tierras baldías, y midieron sus poderes y sus fuerzas, sí, en esa tierra del gran Piccolo.
Y cuando terminaba el capítulo y sobrevenía aquella otra canción, la del final, la realidad volvía a su cauce, a su rumbo natural de chatura y obligaciones cotidianas, como la de hacer la tarea o bañarse para llegar a la noche limpios, antes de la comida, mientras la tele seguía prendida, aunque ya no en los dibujitos, sino en otro canal, en uno de aire… “Mis alas no tengo, desaparecieron ya / pero conmigo tengo aun el poder / en tu pupila el arcoiris se reflejó / y el amor florece en tu corazón, sigue / teniendo fe y esperanza que mañana va a cambiar…” Y sería esa canción, esa letra, o la búsqueda de las siete esferas, o sería quizá la tanda de piñas que se daban Gokú y Freezer, Vegeta y Krillin, Gohan y Cell o Trunks y el Androide 18 que nos disponía de una manera especial a Milton y a mí y quedábamos manija.
Era como si voláramos también en una nube del planeta Namekusei, como si viajáramos a otro mundo cuando terminaba Dragon Ball Z y corríamos a la pieza de mamá y papá, para jugar a nuestro propio Dragon Ball Z con sirviéndonos de los medios que teníamos a nuestro alcance. Milton elegía a Gohan, Milton era Gohan, y yo Gokú, y subidos a la cama de dos plazas de mamá y papá simulábamos un ring de pelea, y un kamehameha que nos lanzábamos con nuestros brazos humanos, de poderes nulos, de nula utilidad incluso para las tareas de la escuela. Y la cosa se picaba, porque Gohan, o Milton, se había puesto muy en su personaje, y tiraba patadas y piñas, y yo en mi papel de Gokú quería demostrarle quien mandaba, quien era el padre, aunque todos sabemos que Gohan, el hijo, superó a Gokú, su padre…
Sí, Milton era Gohan, era el mejor. ¡Y se metía tanto en su personaje que ya los dos estábamos con bronca! Y nos dábamos piñas sin medir la fuerza, dejábamos la vida en ese ring que era la cama. Pero de repente un “crack”, un sonido antinatural de la cama nos dice que algo se rompió, además de nuestros brazos y nuestras piernas y caras, algo crujió allá abajo de la cama. ¡Habíamos roto las maderas! ¿O es que ya estaban rotas? De tanto saltar, de tanto pegarnos, de tanta bronca acumulada, habíamos roto las maderas de la cama…
-¿Qué están haciendo? -gritaba mamá entonces, en la confusión-, ¡no jueguen así!
Pero Milton, o Gohan debería quizá escribir, estaba ya como en otro mundo, ¿no? En otro universo estaba Gohan, ido con sus cachetes colorados, golpeando con toda la fuerza de su puño, lanzando sus poderes mágicos con sus bracitos delgados, apenas desarrollados… Era Gohan el que tenía enfrente, el salvador del mundo, el héroe del universo, el primer hijo de Gokú, Son Gohan, el que derrotó a Cell, el que dejó las artes marciales para transformarse en profesor, Gohan SuperSaiayín en la cama de una pieza perdida del barrio, a la orilla de donde termina o empieza la ciudad…