Después del arrepentimiento, o antes del arrepentimiento, llegaban los pedidos, mi parte favorita de los rezos. ¡Se podía pedir cualquier cosa!… Por: Derian Passaglia
Rezábamos el rosario algunas veces, durante algunas buenas siestas en la casa de Buenos Aires y Garay, esa vieja casona recuperada por mi abuelo, el Hugo, donde había vivido su infancia, y que recuperó como se recupera la fe después un golpe fuerte que nos da la vida, como esos golpes de César Vallejo en el verso aquél: “hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!”. Fue en los últimos años del siglo XX cuando abuelo Hugo compró con su épica de antiguo trabajador ferroviario una casa de polvo y paredes descascaradas, de tablones envejecidos, secos y amarillentos, de largas puertas y enormes techos que eran la guarida de arañas patonas inmensas. ¿En los últimos años del siglo o a principios de este? No importa, la casa volvió a nacer y a brillar, con la historia de sus fantasmas crujiendo en el parquet.
Y era la Mabel, mi abuela, la que me enseñaba ese collar de plástico con pelotitas y una cruz blanca, unido por un hilo común y corriente, esos hilos con que envuelven las cajas de pizza en las pizzerías tradicionales como la Santa María o Los Campeones, y ella le daba un poder de silencio sagrado y natural al rosario, una cadenita que se llamaba curiosamente como el nombre de la ciudad, y que la Mabel dejaba colgando elegante de una punta del respaldo de la cama de madera, y ahí se quedaba, hasta que fuera la hora de la siesta… La Mabel, la “Güelita” como la llamaba Milton, agarraba el rosario con las dos manos, lo sostenía en el aire, la cruz colgaba y tambaleaba entre las sombras de la pieza, el murmullo de los perros y los colectivos que no dormían y un filtro breve de luz que colgaba el sol en la ventana, y decía:
-Esto se llaman “cuentas”, y por tantos aves marías o tantos padrenuestros hay que rezar un padrenuestro (o un avemaría).
Cada pelotita era una “cuenta”, como si se tuviera una prueba de matemáticas muy difícil, y esas cuentas había que apretarlas con los dedos para no perderse, justamente, de las cuentas que se habían rezado, y así poder purificarse del mal que se había cometido durante el día, o en la semana, o de lo que uno se quisiera arrepentir. Eso era libre, y quedaba en la conciencia de cada cual. Había que pensar: ¿qué fue lo que hice mal? ¿qué es lo que no quiero repetir? ¿Quiénes quiero que estén bien, con salud y con amor? Después del arrepentimiento, o antes del arrepentimiento, llegaban los pedidos, mi parte favorita de los rezos. ¡Se podía pedir cualquier cosa! La Mabel era siempre muy medida, y pedía más que nada por la salud de la familia, porque a papá le fuera bien en sus cosas, o porque mamá no tuviera que esforzarse tanto, y yo humildemente pedía por ganar un partido de fútbol, o tal vez secretamente porque me diera bola la chica que me gustaba…
¿Y eran escuchados nuestros pedidos? ¿Estaba ahí quien quiera que fuese que debía tomar nuestros deseos y cumplirlos? Mi abuela, en su simpleza, en la belleza de sus modales tan delicados cuando agarraba el rosario y repetía con una voz de olas en la playa, o de tren que bordea una villa, cerraba los ojos y apretaba el rosario y no había dudas en su expresión calma de arrugas, en esos cachetes gorditos que tal vez heredé, sino una paz que encuentro, a veces, su reflejo, cuando escribo y leo durante horas… Nuestros ruegos se alzaban al cielo, al techo de la casa más bien, y aunque en mi interior quizá dudara de que se fueran a cumplir, no dudaba de la Mabel, de mi abuela, no podía. Entonces, ¿es como si estuviera en realidad rezándole a ella, como ella rezaría a sus propios muertos? ¿En eso se basaba mi ciega fe de nene religioso?
Me quedaba en casa de la Mabel y el Hugo, me quedaba fine de semanas enteros a dormir, me encantaban esos tangos que sonaban durante todo el día, pero lo mejor era la noche, la tarde noche, porque mi abuela caminaba hasta la pizzería y volvía con una grande de queso, a veces con media pizza canchera para el Hugo, y mientras ellos miraban el noticiero en el comedor, yo me iba a comer a su pieza, con mi platito de porciones y un generoso vaso de coca, en la oscuridad, con el brillo de la tele en la cara, Magazine for fai, Cha cha cha, algunos de esos viejos programas de los noventa, de sábado por la noche en canal de aire, pero una vez apareció en la pantalla una cosa muy rara, era la cruz, la cruz con un hombre crucificado, sangrante, y estaba rodeado por muchos otros hombres que parecían lincharlo, golpearlo, con antorchas en las manos, locos de bronca, y había otros crucificados, pero ese hombre, ese hombre en el centro, se llevaba la peor parte. ¿Qué estaba mirando? Parecía una película de terror, y de repente tuve miedo, mucho miedo, porque nunca había visto una cosa así en la tele, le tiraban cosas y lo amenazaban con palos, ¿qué les había hecho? ¿Por qué lo trataban así? El hombre ya estaba casi muerto, agonizante, pero la multitud no paraba hasta hacerlo padecer las mil y una antes de morir, era como una pesadilla horrible, y no podía cambiar de canal porque las imágenes me habían paralizado… Era la cosa más fea que había visto, peor que los Cuentos de la cripta, peor que aquél muerto degollado que vi una vez, otra vez, ya de más grande, volviendo a casa de la escuela…