Y mis abuelos bailaban sin mirarse, o mirándolo todo como un faro que da vueltas con su luz húmeda y precisa, sobre una pista de baldosas seguramente cuadriculadas… Por: El Trueno
Hay que buscar el punto de apoyo, decía el profesor, una pierna es el sostén en su firmeza y la otra se desliza, inconvenientemente, hacia el costado, y después un pie para adelante o uno para atrás, depende de quién lleve a la pareja y lo que decida en el momento, por los caminos azarosos de la pista, siguiendo las agujas del reloj o a contramano del tiempo, sin olvidar que el cuerpo debe transmitir las señales imperceptibles de los movimientos. Desde afuera parece tan fácil, ¿no? Como algo lento que se incorpora al mundo de manera paulatina, o como si fuera algo que hubiera estado ahí desde el principio del universo, con las primeras estrellas. Era una especie de palacio el lugar donde fuimos a aprender tango con Anita, Sofi y Santi, una sola clase, y las columnas o las escaleras de mármol presenciaban quizá mi torpeza…
Como un castillo era, sí, aquel edificio del microcentro, que no me recordaba en algún sentido, pero en otro sí, para qué negarlo, a las peñas en las que mi abuelo el Hugo y mi abuela la Mabel iban a bailar tango, allá, en otra ciudad, a orillas del río, pero cruzando 27 de febrero para el sur… En el Club Central Córdoba, en la cancha de pádel del Club Central Córdoba de Rosario, o en ese tugurio de la vuelta de casa de mis abuelos, por calle Garay, al lado de la carnicería, donde una vez mi abuela lloró al volver, lloró mucho y desesperadamente en la cama, mientras papá la intentaba consolar inútilmente, se había muerto su madre, ese día o algún otro día, y por eso tuvo que volverse de la peña con sus mesas largas a tablones dispuestos en forma diagonal sobre el espacio vacío, con sus caballetes y sus moscas rondando, los manteles blancos, las copas de flan o helado, los sorteos que congregaban el interés de los ansiosos en el centro de la pista, sí, se bailaba tango, ¿o chacarera tal vez? Tal vez un poco y un poco.
Y mis abuelos bailaban sin mirarse, o mirándolo todo como un faro que da vueltas con su luz húmeda y precisa, sobre una pista de baldosas seguramente cuadriculadas, a colores de tonos apagados, marrones y mostazas pienso ahora, así debían ser aquellas baldosas por las que mi abuelo el Hugo deslizaba sus zapatos viejos, que tendrían ya sus buenas décadas de uso, ese pantalón de vestir ancho, esa camisa verde o rosa, bien apretado en el cinto para no perder la línea, mientras mi abuela la Mabel giraba brevemente y sin despeinarse, ese pelo corto del color del girasol en la noche, o en la tarde mejor, sí, un pelo de señora que nació en Entre Ríos y se mudó con toda su familia a Rosario cuando era chica, probando agitar su vestido de casa de ropa en avenida San Martín, casi sin proponérselo, por orden de un bandoneón quejoso y una orquesta llorona…
Pero en ese momento yo no me daba cuenta que eso que hacían mis abuelos alrededor de la pista tenía que ver con la belleza, o con algunas de sus formas por lo menos, no las más sublimes, las más épicas, sino con una belleza chiquitita que duraba el tiempo en que el tango seguía arrastrando su melancólico compás que ha sido exportado a Francia y a Japón, y que ha logrado convertirse en el símbolo de una nación, uno entre tantos otros, para la gloria de estas tierras lejanas donde parece que nunca pasa nada pero que pasa de todo… Era una belleza que solo podía capturar en su instantánea el que veía, y nadie más, y yo miraba pero no sentía nada más que sueño, así que me tiraba a dormir juntando dos o tres sillas, quizá solamente con dos me alcanzaba porque tampoco es que soy muy alto, entonces contraía las piernas, las rodillas apretadas, la cabeza sobre el filo, y apagaba la mente, hasta que el murmullo insoportable y el sonido del bandoneón se transformara en un sueño, quizá uno tranquilo y dulce, tuerto y secretamente redentor, como este que estoy escribiendo…