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sábado, noviembre 23, 2024

¿Alguna vez viste las estrellas con desesperación?

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Y estábamos en la B Nacional, sí, ¿por qué no decirlo así? Habíamos perdido la categoría, al fondo de todo estábamos, hundidos en la miseria sentimental y futbolística, penando entre clubes rurales y de lejanos pueblos en perdidas provincias… Por: Derian Passaglia

César, Juan, Martín y yo… Éramos cuatro, como cuatro jinetes del apocalipsis en una tenebrosa zona alejada de las luces y el olorcito a cheddar en patios de comida de la ciudad… Cuatro guerreros con sus escudos de Central en la camiseta, yendo a Quilmes en el Bora de César, ¿era el Bora? ¿Ese auto negro que aquel peluquero, su peluquero de barrio, jodía con que era un auto de narco? Cuatro narcos, más que jinetes, amontonados en la puertita de esa canchita de plastilina, en una esquina fría y sin alma, reseca como esos yuyales de las casitas que se incorporaban pesadamente al espacio…

Y estábamos en la B Nacional, sí, ¿por qué no decirlo así? Habíamos perdido la categoría, al fondo de todo estábamos, hundidos en la miseria sentimental y futbolística, penando entre clubes rurales y de lejanos pueblos en perdidas provincias; estábamos en un lugar que no queríamos estar, a una hora trágica con la luna bajo los árboles amenazantes y siniestros pero apoyando, una vez más, sosteniendo con nuestra presencia el honor herido y los colores de la institución que tiene un peso decisivo en nuestras vidas, por ella lloramos, por ella reímos, en ella pensamos eternamente todos los días (“¿no te pasa que todos los días pensás en Central?”, me habría dicho César alguna vez), como un castigo dulce de Dios, un regalo divino que nos dejó, al menos, la capacidad de sentir. ¿Y quién no ha estado ahí?

¿Vergüenza, humillación, escarnio, de estar en la B Nacional y de enfrentar a uno de los clubes más antiguos del fútbol argentino en su Quilmes natal? “Se conocen otras canchas y otros equipos, es lindo”, me había dicho Mariano, aunque él es de Argentinos. ¿Y quién no ha estado ahí? Que tire la primera piedra, que se manifieste aquel o aquella, aquellos que no pasaron semanas enteras con la misma camiseta, oliendo a pescado muerto en los zobacos, porque no podían salir de la cama, no podían levantarse, y una angustia muy grande le cerraba los caminos al aire en la garganta, y las manos hormigueaban, y los pies temblaban… ¿Quién no ha pensado que el futuro era una palabra sin tiempo ni espacio, vacío de significado, mientras se inclinaba a vomitar partido en dos, de rodillas, ante un inodoro sucio? ¿Alguna vez viste las estrellas de la noche con desesperación?

Pero ahora que estamos en una final, en una nueva final, todo aquel amasijo de años iguales se ponen en perspectiva íntima… No, no hablo de la experiencia, de lo que uno aprendió a fuerza de caídas, sino de cómo las cosas se dan vuelta, o vuelven a parecerse a sí mismas, y quizá por eso los orientales tengan razón (ojo, no los uruguayos) en eso de que el tiempo es un círculo y no una línea recta… Entonces todo puede volver a contarse como un cuentito, con un principio, un nudo y un final que de verdad pasó al salir de la humilde canchita de Quilmes…

Y estábamos en la B Nacional corriendo por unas callecitas apenas asfaltadas de Ezpeleta, sí, después nos enteramos que ese conjunto de casitas bajas y zanjitas se llamaba Ezpeleta, y otros como nosotros escapaban de la derrota, entre lunetas y ventanillas de autos rotos, gritos como de almas en pena del infierno, uno peor, uno más pobre que el del Dante, después de que la policía hubiera premeditadamente liberado la zona, y ya no se distinguían las caras ni los colores, ni las primitivas aspiraciones de escapar de mitad de tabla, de hacer grande otra vez al corazón, y los ezpeletianos, o los quilmeños nos tiraban piedras como cazando presas para sus crías, cuando alcanzamos a meternos en el Bora, bajar el seguro de la puerta y arrancar a toda velocidad por una ruta que se alejara de las tristezas…

 

 

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