“Subo la bici al ascensor y me cargo la mochila en la espalda, y cada vez pesa más que la anterior, y la encargada del edificio de enfrente baldea la vereda, y Chicho en la esquina, con su carrito, vende sus cafés a los que pasan…” Por: Derian Passaglia
A ganarse el pan este viernes de febrero, el pan o apenas el sachet de leche para el café en esta, otra mañana sin nadie al lado, en la que el Loco, con sus ojeras graciosas de dormido, me avisa que suena la alarma, “¡hay que ir a trabajar!” es como si me dijera. ¡Levantate, vago, planero, ya es hora! ¡A preparar el desayuno! ¡A arrastrarse hasta el baño! ¿No es, tal vez, lo que mamá y papá me enseñaron, a través de sus acciones, cuando prendían la vieja y pesada radio con casetera, y se escuchaba, muy fuerte, para tapar el silencio matutino, la voz de Nacho Suriani?
Se va, a medida que la lucidez gana espacio en la conciencia, se despide el espíritu, me deja, me abandona… Dejo al Loco, las plantas, los platos sucios de la noche, la basura sin sacar, el sol tímido en el ventanal, los sueños, las ganas, las ideas, los libros desordenados en la biblioteca, los recuerdos, la imaginación, pero no la nostalgia, esa no la dejo, la llevo de lunes a viernes para el trabajo… Chau vida mía, chau pedazo solitario de mi existencia, este otro que soy se lleva el cuerpo, domesticado por las grandes corporaciones, vacío de sentimientos, a justificar el techo provisorio y el Royal Canin…
¿Y si hubiera trabajo para gatos? Ah, sí, sí señor. ¡Si fuera yo el que tuviera que despertarlo para mandarlo a laburar! El Loco sabría entonces lo que se siente despertar regularmente a una hora determinada para cumplir una función con la que no se está de acuerdo… Por fin el Loco entendería lo que es que no te alcance ni para un calzoncillo nuevo, apenas lo estricto y necesario del día, la heladera con telarañas y medio limón seco en la puerta. El Loco por fin sabría lo que es rasguñar el 12, el 14 de cada mes con unos cuantos pesos en la cuenta, y entendería también esas tristezas compartidas de las calles, esas monedas que se piden en las puertas del súper, esa familia que duerme en el cajero de la esquina de California, esas miradas disecadas, sin rumbo… “¡Ojalá que lo cuelguen a Milei en la plaza, diría el Loco, que tenga que dormir abajo de un puente!”.
Subo la bici al ascensor y me cargo la mochila en la espalda, y cada vez pesa más que la anterior, y la encargada del edificio de enfrente baldea la vereda, y Chicho en la esquina, con su carrito, vende sus cafés a los que pasan, mientras las persianas bajas, puertas y ventanas cerradas ofrecen otra cara de la vereda, una cara limpia, una cara de expresión desierta, para los pobres precarizados que a las 7 de la mañana vamos a laburar…