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viernes, noviembre 22, 2024

¿Cómo era jugar un domingo en el Parque Independencia?

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“Yo hacía berrinches, papá filmaba. A Milton se le caía el arroz de la boca, papá filmaba. Yo puteaba a la familia y papá filmaba…” Por: Derian Passaglia

*Imagen de portada: Anna Ferrer Anechina

Papá, Milton y yo… Mamá se había quedado en casa, en el departamento con dos ambientes y lavadero de la calle Balcarce, lavando ropa tal vez, durmiendo la siesta después de su religioso pomelo partido al medio con azúcar de postre. Éramos papá, Milton y yo caminando las cuatro o cinco cuadras hasta el Parque Independencia, ¿o habríamos ido en el fitito? ¿Aquel fitito rojo en el que a veces se desmontaba el asiento trasero para cargar vidrios? El fitito que papá usaba también para trabajar, y en el que cabía también yo, parado, en el asiento de acompañante, en el asiento de mamá, y si pasaba una sirena de la policía me decían: “¡Agachate! ¡Agachate que te anda buscando la policía!”, y yo como un inocente perejil me agachaba abajo del tablero, entre las piernas de mamá, para que no me encontraran los efectivos de la fuerza de seguridad municipal…

Quizá habríamos ido en auto, porque Milton ni siquiera podía caminar, era tan minúsculo, tan frágil, que apenas gateaba con su jogging celeste percudido en las rodillas de tanto andar, y babeaba también, con sus pocos pelos lacios, casi rubios, finos como el aire en la cara del parque, y el juego de sombras de las hojas en la vereda. El pasto se ondulaba acá y allá en sinuosas depresiones, como si temblara bajo las rodillas y las manos de Milton, o lo hiciera temblar el gusano loco de los juegos mecánicos, más allá, con sus ojos desencajados, pasados de merluza o de fafafa, la lengua al sol y la boca abierta, ese gusano loco parecía un payaso maldito de Stephen King. Estaba el mambo, con sus mil vueltas nauseabundas, y la vuelta al mundo también, y los autitos chocadores, esos donde choqué a Florencia, en mi cumpleaños. ¿Podré, alguna vez, olvidar su flequillo rubio? ¿La encontraré, alguna vez, en alguna red social? ¿Podré, alguna otra vez, olvidar?

Pero todavía no podíamos entrar a los juegos del Parque, no nos daba la altura ni la edad, y Milton que gateaba, le habría dado un síncope en el gusano loco, o hubiera volado despedido a la copa de un plátano, con los pájaros de Oroño. Así que papá llevó su filmadora, sí, papá siempre andaba con su filmadora registrándolo todo, dejando un recuerdo del momento vivido a través de las imágenes en movimiento… Le encantaba filmar, yo siempre digo que habría que hacer una película de esas que hacen los chetos, con los archivos familiares de viejos casets, de antiguas cartas, una memoria del archivo íntimo, al gusto del estilo de la época, pero en vez de chetos es sobre nosotros, una familia de clase media baja trabajadora, con los impuestos al día, oficios y plantas permanentes en el Estado, aspiraciones y pretensiones de clase pudiente, con la conciencia deformada por la influencia de los medios, y la certeza de que la educación y quizá, tal vez, el arte, pueden cambiar la vida…

Yo hacía berrinches, papá filmaba. A Milton se le caía el arroz de la boca, papá filmaba. Yo puteaba a la familia y papá filmaba. “Todos los Reparado y todos los Passaglia son unos pelotudos”, decía yo, y papá filmaba. Mamá y la Tuti le sacaban mano al Hugo, en la cocina, y papá filmaba. ¡El director de cine independiente que nos perdimos! Papá, Oscar Alberto Passaglia, podría estar ganando premios en Cannes o en Venecia, pero se quedó a dar una mano en la vidriería… Papá llevó la filmadora al parque, y le conectó un micrófono chiquito, de esos que iban abrochados en la solapa del saco o la camisa, y me lo dio a mí, y me puso delante de la cámara, y empecé yo mi numerito. Entonces, imaginé que era periodista, o hice de cuenta que era periodista, y le hacía preguntas a Milton, preguntas que no podía responder, porque Milton apenas balbuceaba una canción en su propio idioma, y decía: “dabadabadubuda”, o cosas así, cosas que solo los bebés entienden.

Y de repente, el director de cine capta la magia. Esas cosas que solo los grandes, en el momento justo, en el lugar justo, pueden captar. La cámara vibra bajo el día radiante de sol, y el periodista le pide a la cámara que lo acompañe: ¡Milton se estaba escapando! Y yo lo corro a Militon, lo corro como si fuera un malhechor, digo esa palabra, “malhechor”, delante de la cámara, o la imagino ahora que la digo, y el malhechor se escapa gateando y la cámara y el periodista lo registran en vivo. Corro detrás del malhechor, pidiendo a la teleaudiencia que me siga, porque se escapa, y si se escapa gateando, con sus manos afiladas, sus rodillas negras de tierra, ¿qué íbamos a decirle a mamá cuando llegáramos a casa sin el malhechor? ¿Cómo volveríamos a mirarla a la cara si no devolvíamos al malhechor a su celda? El periodista se cae, rueda, hace su pirueta, un slapstick para el público, influencia del arte chaplinesco, y el malhechor grita por su libertad, se escapa, se escapa entre los cedros y las magnolias, bajo las palmeras y los olivos…

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