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martes, noviembre 26, 2024

La salud de nuestros hijos, con el doctor Socolinsky

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Era una linda sensación cuando aparecía el doctor Socolinsky en pantalla, su sola presencia justificaba el orden del cosmos. Por: Derian Passaglia

 

Sábado al mediodía, después de comer, en la sobremesa, cuando no queda otra que dormir la siesta, o prepararse para dormir la siesta en la cama, con toda la fiaca del mundo por delante, y el silencio de la tarde preparándose también, como la siesta, para descender sobre las persianas y las cortinas que apenas se mueven con el viento… Habrá alguna bocina por ahí que anunciará al pesado churrero, con su gorra marinera blanca, cruzando las calles en su abandono, y habrá quizá un pitido, de otra bocina, que traerá al que vende pan con chicharrón, porque ya no es tiempo para helados, el heladero no pasa en otoño…

Mamá se pone a tender y a lavar la ropa mientras escucha el ritmo triste de la tarde musicalizada por los vendedores, y escucha la tele prendida, de fondo, como si fuera una radio con imágenes, una compañía para mamá, con su belleza silenciosa al natural, de tiernas pecas que le puntúan la cara, y pensamientos inaccesibles a los pobres, míseros o banales mortales… Está la tele prendida y empieza “La salud de nuestros hijos”, con el doctor Socolinsky en la conducción, y esa cortina musical que suena de fondo, como si arrullara el sueño de los bebés que no se quieren dormir, o calmara a los traviesos, como era yo, a las fieras demoníacas con su “nanana”, “nanana”, “naaanana”, una voz dulce y misteriosa de mujer embruja la pantalla.

Voy a jugar un juego, o voy aburrirme en la pieza o en el fondo de casa, o a dormirme sin querer, efecto peligroso de la modorra, después de comer el platazo de papas fritas y milanesas que cocinó mamá, o esa tarta de acelga, su especialidad, o las albóndigas con arroz o puré, o el guisito de arroz o de fideos, y el Serenito o el alfajor o el chocolate de postre, pero embobado, en la tele, sin darme cuenta, o cuando quiera darme cuenta sería demasiado tarde, voy a fundirme con los consejos del doctor Socolinsky, con su voz pausada, calma, como si fuera un viejo sabio que vino de los bosques, un alquimista de la Edad Media que viajó en el tiempo y aterrizó en canal 5 para dar sus consejos sobre cuidados, alimentación y protección de los más pequeños. No me hablaba a mí, el doctor Socolinsky, sino a mamá, en el fondo tendiendo la ropa, o cargando pilas de ropa a la pieza, pero era yo el que miraba…

¿Había aprendido a querer, a extrañar, a sentirme, cómodamente, reconfortante ante la presencia de aquel señor de nariz imponente y ganchuda, siempre de impecable saco y corbata, con el peinadito así, para el costado, y esas paletas que asomaban cuando hablaba, como un castor serio al que todo el mundo respeta, porque construye las mejores represas de la comarca? Era una linda sensación cuando aparecía el doctor Socolinsky en pantalla, su sola presencia justificaba el orden del cosmos, el armónico funcionamiento del universo en su caótico, desconocido despertar, y provocaba que todas las cosas malas, todos los malos sentimientos, de repente se evaporaran… Su mirada protectora nos cuidaría a mí y a mi  hermanito, Milton, de las enfermedades, de las desgracias, de las guerras, de las miserias humanas, y mamá tomaría nota a lo lejos, escuchando solamente, tendiendo la ropa, escuchando al doctor más sabio de todos, el más bondadoso de todos los que alguna vez hayan existido.

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