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viernes, noviembre 22, 2024

Alejandro, mi tío timbero

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Y cómo lo disfrutaba, mi tío Alejandro, con su risa de hiena sugestionada por el alcohol, ganarme a cualquier cosa en los jueguitos… ¡Qué felicidad le daba resultar siempre el vencedor! Por: Derian Passaglia 

Peatonal Córdoba un sábado por la noche en las luces de neón de los negocios y mi tío, mi tío Alejandro, que todavía no es mi tío, o tal vez sí, tal vez un tío a medias, quizá tal vez un proyecto de tío, me sostiene entre las rodillas mientras juego por primera vez, o por segunda y tercera, al flipper de Terminator en los jueguitos. Ruido electrónico en los pasillos, pelos al viento, remeras y jeans This Week y el International Superstar Soccer Deluxe en una pantalla enorme de enormes píxeles cuadrados. “Lo que pesabas -me habría dicho después, años después-, lo que me pesabas en las rodillas”, y todo ese sacrificio tenía un nombre, el nombre de mi tía la Tuti.

No me dejaba ganar ni en Navidad, ni en Año Nuevo, ni en el Día del Niño, ni en los cumpleaños cuando desempolvaba el Sega Génesis de adentro del mueble que sostenía al tele, donde desordenados andaban el reproductor de VHS, los casettes sin rebobinar, los cartuchos, el Family también, ya olvidada y perdida consola, la filmadora y un block inútil de manuales de uso… Sentados en canasta en el piso limpio de granito verde (mamá se había pasado la tarde baldeando porque recibiríamos visitas), mi tío Alejandro apretaba suavemente los botones del joystick mientras tomaba, lento, de su vaso de cerveza, y me hacía una fatality en el Mortal Kombat… ¡Ah, qué bronca me daba! ¡Qué rabia no poder ganarle un partido, una pelea, una carrera! Y cómo lo disfrutaba, mi tío Alejandro, con su risa de hiena sugestionada por el alcohol, ganarme a cualquier cosa en los jueguitos… ¡Qué felicidad le daba resultar siempre el vencedor!

Y yo, un pobre niño que lo había tenido todo, que lo tenía todo porque no sabían decirme que no, no tendría nunca una victoria, o tal vez tendría una, solo una, luego de derrotar 1 a 0, o 2 a 1, por fin a mi tío Alejandro… Y entonces, otra noche, íbamos para la casa de la Tuti, en el Fonavi, y Alejandro sacaba, de una caja bien guardada, como un mago con su tesoro más preciado, una consola Atari, y aquel plástico negro rudimentario, ese joystic cavernícola sin más adornos que una palanca y uno o dos botones, me llevaban a otro tiempo, como si fuera el tiempo en que todavía vivía el tío Alejandro, y del que no se quería ir ya nunca, nunca más, para vivir por toda la eternidad en una larga canción lenta de Tina Turner, vestido con una campera de cuero negra y las crenchas de pelos cubriéndole las orejas…

Ponía la pelea, más tarde, porque le gustaba el boxeo, mientras papá hablaba de más después de haberse bajado otro tubo de vino, y orgulloso caminaba doblado hasta la cocina para apilar las botellas y contar cuántas iban; y cuando terminaba la pelea, o antes de la pelea, Alejandro se concentraba en un papelito que alisaba sobre la mesa, frente al vaso transpirado de vino tinto con hielo, y cambiaba de canal a Crónica…  Era el momento en que aparecía el pelado de la quiniela, el que cantaba los números como un barítono del siglo XVIII en una ópera italiana. Y bajaban los números, bolitas redondas de distintos colores, por un dispositivo plástico transparente, como un tubo a propulsión supersónica, después de marearse vueltas y vueltas en el bolillero. Y mi tío Alejandro, concentrado, escuchaba cada uno de los números como si se tratara de la clase de física cuántica en una moderna universidad con altas columnas y altas escaleras de mármol…

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