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martes, mayo 7, 2024

Aldo Oliva

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Derian Passaglia escribe sobre Aldo Oliva, uno de los poetas más importantes de la literatura argentina del siglo XX.

“Yo iba a la cancha de Newell’s porque estaba más cerca, pero no era un hincha”, dice Aldo Oliva en alguna entrevista. Aldo Oliva (1927 – 2000) nació en la zona suroeste de Rosario, sobre la calle Oroño, a pocas cuadras del Parque Independencia y del supermercado La Reina, que en ese momento no existía. Hasta los cinco o seis años viví en el mismo barrio que el considerado mejor poeta rosarino. A principio de la década del 2000, y gracias a la edición de su Poesía completa en la editorial municipal Rosario, Oliva fue canonizado. Escribe como un verdadero hincha de Niuls: su poesía es fría, distante, de citas cultas, hermética, impenetrable.

Fuimos vecinos durante siete u ocho años. En ese tiempo, Oliva vivía la época donde su nombre empezó a tener cierta repercusión, ya había publicado César en Dyrrachium (1986), que ganó un primer premio de poesía local. Por entonces, para mí la poesía no era ni siquiera una palabra. La relación de Oliva con el barrio es rara, y concilia de una forma extremadamente simbólica la vivencia, el lugar, la referencia y la cultura. Barrio y cultura son para el poeta rosarino canónico dos esferas separadas que no se tocan casi nunca.

Es extraño que en la literatura de Rosario se haya dado este fenómeno: por un lado, la poesía más culta que se pueda imaginar, llena de citas a griegos, versos en latín y francés, evocaciones a la alta cultura del mundo a través de una poesía hipercorregida, que no admite objeciones ni debilidades, y busca insertarse en una tradición académica; por otro lado está Roberto Fontanarrosa, hincha de Rosario Central, el escritor que volvió el lenguaje oral de la clase media una forma literaria.

¿Cómo puede entenderse esta oposición esquizofrénica? Rosario es cuna de la bandera. Para los porteños, somos una ciudad hermosa, un pueblo grande con río y vida nocturna y chicas lindas; para el resto del país, somos iguales o peores que porteños en soberbia. Para un rosarino no hay nada mejor que otro rosarino y para un rosarino exiliado voluntariamente la comunidad tiene una concepción del mundo estrecha, limitada a la panza que forma el mapa de la ciudad sobre los márgenes del río. «Rosarino por deporte», dice el slogan de la marca de ropa local Sport 78. Por un lado, la exaltación de la bandera, tenga el signo que tenga, sea de los colores que sea; por el otro, la eliminación de todo lo diferente. El rosarino no comprende a aquel que no defiende una bandera.

En Aldo Oliva ese sentimiento de exclusividad se convierte en una expresión culterana que expulsa a un lector medio y le exige saber y conocimiento. De otra forma, es imposible leerlo. Desde que me compré su primera edición de la Poesía completa tardé quince años en poder leer más de un poema. Cada vez que abría las páginas me frustraba: no entendía, no me decía nada, ¿a quién le hablaba? ¿De qué hablaba?

El mérito mayor de su obra está en el gesto vanguardista de su primer libro, César en Dyrrachium, que toma un episodio del poema épico Farsalia de Lucano y lo traduce, pero en vez de consignar su nombre como traductor, Aldo Oliva lo publica como autor del poema. Hay un análisis esclarecedor de Sergio Raimondi. Aldo Oliva, según la lectura de Raimondi, escribe simbólicamente sobre la violencia del Estado en los setenta, en plena dictadura, sin mencionarla. El episodio cuenta una batalla sangrienta donde vuelan piernas, brazos, cadáveres, etc. Yo lo asocio a Rubén Darío, un gusto en común que compartimos con Oliva.

Rubén Darío es en realidad, antes que un modernista, un poeta barroco: escribe sobre literatura, en sus poemas describe pinturas, habla de salones parisinos y cisnes. Hay un exceso en Rubén Darío y también en Aldo Oliva que por medio de la representación (una representación que no es clásica, que está más cercana al plagio, al comentario, el homenaje, la apropiación) buscan la forma literaria. Su admiración por Darío lo llevó a traducir el hexámetro griego por el alejandrino rubendariano. Cualquiera podría decir que la influencia de Rubén Darío solo se ve en el metro que adopta para traducir a Lucano y no en la forma de representación.

El mito cuenta que Oliva, cuando era chico, leía a Amado Nervo y a Rubén Darío. Una vez una amiga de la familia le regaló una resma de papeles de colores verde nilo, lilas, rosas. Entonces, Aldo agarró y copió caligráficamente, uno a uno, los poemas de Darío. Cuando terminó dijo: “ya está, lo escribí yo”.

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