«…como no confiaba ni en mí mismo llevaba a la escuela estampita de santos y prendía velas para que me ayudaran a aprobar, estampitas que compraba mi abuela en la santería…» Por: Derian Passaglia
Esta nota va para Dolo, porque fue la que me hizo acordar del desfile de profesores por el que pasé durante la secundaria, el desfile de profesores particulares, el peregrinaje que tuve que soportar, año a año, por cada una de esas casas, de esos livings o mesitas con la tele prendida, a veces, de fondo, mientras se escuchaba una radio o una tele prendida, o las voces molestas de los vecinos… Todo eso mientras estudiaba, mientras aprendía a llevarme uno al sumar, a multiplicar por varias cifras, o la raíz cuadrada, que tantos dolores de cabeza me traía, porque me creía incapaz, quizá me siga creyendo, me creía incapaz de darle un poco de orden a todos esos números en la hoja cuadriculada…
Y era el doble de trabajo para mí, para mis padres y para mí, que tenían que pagar particular, pese a mi vagancia pura y natural que nunca me abandonó, porque había que quedarse en horario extra, después de clase somnoliento, a eso de las siete, todavía con la ropa de la escuela, y quizá sin haber comido ni una sola Merengada, o despertarse a media mañana para cruzar la avenida San Martín, e internarse en las calles floreadas de olor a humildad y sencillez en el barrio Las Flores, donde siempre sonaba algún tema de Dalila, para golpear con las palmas en el cantero de la primera o segunda profesora particular que tuve. Y era una señora con un rodete, no tan grande pero cansada de la vida, que nos ubicaba a mí y algunos más en una mesa redonda con un plástico transparente, y nos explicaba esas benditas funciones que no me entraban en la cabeza, cuando en algún momento nos interrumpía la hija, ¿qué edad tendría? y le preguntaba:
-¿Querés algo del súper?
-Sí, toallitas -decía la profesora particular.
O aquel otro profesor particular, aquel otro que se llamaba Fabián y vivía a pocas cuadras de esta otra, también por Las Flores, y que como era estudiante de Matemáticas cobraba muy barato, tan solo tres pesos, mientras que la profesora de las toallitas cobraba cinco. Tres pesos que le pagaba en monedas de uno, al pobre Fabián, un muchacho largo de piernas flacas y pelo largo, que se iba en bicicleta a jugar al fútbol después de la clase, como hago yo también ahora después de alguna clase, y cuando explicaba no me podía concentrar, o no mucho, porque un hilito de baba parecía o sentía caerle por la boca, entonces Fabián hacía un ruido, como sorbiendo, como si se hubiera olvidado de tragar, y yo me olvidaba de la mitad de las cosas… ¡Qué barato era ir de Fabián! Y yo que como no confiaba ni en mí mismo llevaba a la escuela estampita de santos y prendía velas para que me ayudaran a aprobar, estampitas que compraba mi abuela en la santería que quedaba enfrente de la capilla Santa María de los Ángeles…
Y otra profesora particular, una muchachona tímida que parecía más grande de lo que en realidad era, quizá por la forma de su cuerpo cuadrado y esa esquiva mirada tristona, que no daban la medida de la edad sino solo de algún sufrimiento oculto padecido, esa otra profesora particular quedaba en el barrio de mi abuela, en una casa con un patiecito interno, a la que caminaba los sábados tranquilo, sin preocupaciones más que la de sacarme esa hora particular de encima. Y llegaba a su casa y me atendía un hermano menor, sería adolescente también como yo, o quizá un poco más grande, que se sentaba siempre en la cocina, duro sobre una silla, sin pronunciar palabra, mientras miraba un capítulo de los Teletubbies. ¿Y por qué, me preguntaba yo, miraba los Teletubbies con tanta atención, siendo que ya era mayor, y que quedaba un poco ridículo que un chico de su edad se divirtiera con esas cosas de nenes?
Pero el peor fue Locovich, así le puso mi papá, al que me llevaba en auto en una zona más bien oscura de la zona suroeste de la ciudad, por una calle que cortaba Oroño, antes obviamente de Uriburu, y que ya al cruzar el umbral del enrejado se veía el pasto crecido y los trastos oxidados a un costado de los yuyos. Locovich, así le puso por el personaje de Los autos locos, un dibujito de los de antes… Se vestía con camisas holgadas donde dormirían algunas polillas y usaba cinto y el mismo pantalón con dobladillo, y tenía los pelos grises locos a un lado y otro de la cabeza, como un científico que busca revivir a los muertos o clonar a sus alumnos particulares y volverse millonario. Y su casa era como tétrica con esa luz tenue de mansión victoriana, y cada vez que cruzaba la puerta de su casa lo veía comer pollo con la mano, y se limpiaba en el pantalón antes de saludarme. A las 6 o 7 de la tarde, a esa hora comía pollo el profesor Locovich, y me llevaba a una sala contigua al comedor, polvorienta, donde las hojas y los libros dormían, incómodas, el sueño de los justos o los injustos, en estantes semivacíos, y era tan loco el Locovich, tan perturbador y oscuro, con un tinte de secretos maléficos e inconfesados, que morirán en las comisuras de sus labios, esas donde se le acumulaba siempre, blanca y espumosa, la asquerosa saliva…