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sábado, abril 27, 2024

Cura del empacho

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“Qué lindo que es comer, pero qué fea la sensación del atracón, de que uno se pasó de rosca con las porciones de pizza, o con el “arroz amarillo”, como le llamábamos al arroz con pollo y azafrán que cocinaba mi abuela Mabel…” Por: Derian Passaglia

 

¿Sería cierto, entonces, que después de las tortitas negras, las suaves y gomosas tortitas negras de la panadería de la esquina, y de los platazos de guiso de lentejas que preparaba mi abuela Mabel, y de las compoteras de helado, y de los sánguches con pan y queso y salamín, aquel método primitivo funcionara? Estaba lleno, después de comer de todo, de arrasar con la heladera en casa de mis abuelos, porque me encantaba comer, me encanta comer, ¡soy un gordo de alma! Arraso con todo lo dulce y todo lo salado que se interponga en mi camino, y mucho más rico es si viene, si venía como en esos tiempos, de casa de mi abuela Mabel… Todo era más rico en casa de mi abuela Mabel…

¿Y cómo desconfiar de esa medicina precaria que practicaba mi abuela? Si era ella la que me había enseñado a rezar en las siestas con el rosario en la mano, rezar para que toda la familia estuviera bien, y me había enseñado a escribir el número “2”, una noche en la mesita celeste de la cocina, en un papel suelto y liso, ¿o habría sido un cuaderno? Una noche en que me atacó el aburrimiento en casa de mi abuela, ella se sentó pacientemente en el banquito de madera y me sentó a mí en otro, y dibujó con mano firme, despacio para que tuviera oportunidad de seguirle los movimientos, lo que mi abuela llamó “un patito”, y ese patito era un “2”. Un 2 se hace como un patito, con la cabeza enrulada y el cuerpo sinuoso. Me había enseñado tantas cosas mi abuela Mabel, así que esto también debería funcionar.

Con la panza dolorida de tanto comer, me quejaba de los retorcijones. Qué lindo que es comer, pero qué fea la sensación del atracón, de que uno se pasó de rosca con las porciones de pizza, o con el “arroz amarillo”, como le llamábamos al arroz con pollo y azafrán que cocinaba mi abuela Mabel. El arroz amarillo, qué rico… Y no lo volví a comer nunca más, nunca más desde que mi abuela murió, porque era la única en la familia que conocía el secreto de aquel manjar, como conocería seguramente el secreto para curar los dolores de panza con esa medicina antigua, de viejas tradiciones locales en su pueblo, y que vendrían quizá de más lejos, de comunidades aindiadas, de zonas rurales sin acceso a los conocimientos básicos del progreso científico, de creencias y valores que ya no se practican en la ciudad, de recetas ancestrales y mágicas concebidas por el ser humano en algún momento de su desarrollo, como si la “cura del empacho” fuera una página, o una nota al pie, en la historia de la humanidad, y mi abuela su encarnación en la escritura.

Entonces ella sacaba un centímetro de un cajoncito de madera en la máquina de coser Singer, una belleza esa máquina de coser, a la que ya le dedicaremos una nota aparte; un centímetro de plástico enrollado como un ciempiés era, de un lado de color amarillo y del otro lado de otro color, rojo o azul o verde, como si fuera reversible y en esa reversibilidad encontrara su funcionamiento atípico, para el que no fue pensado por la industria que lo manufacturó, porque su tarea sería la de medir porciones de tela, ajustar costuras en sus justas proporciones, medir lo largo y lo ancho de una camisa que pasaría a mejor vida como gorra… Ese centímetro costurero era la herramienta que mi abuela usaba para la cura del empacho.

Y había que ponerse enfrentado a ella, a poco más de un metro, una punta del centímetro iba a parar a la boca de mi estómago, y la otra punta la tenía mi abuela, y así, con el centímetro tensado entre los dos cuerpos, mi abuela estiraba el brazo y lo levantaba, estiraba el brazo y lo levantaba, quizá murmurando algo, algunas palabras que nunca sabré si fueron una invocación ritual pagana o un sagrado pedido a Dios, así caminaba mi abuela con el centímetro abierto hasta llegar a mí y hacerme una señal de la cruz, tres veces, en la frente. ¿Y eso era todo? ¿Ya estaba curado del empacho? ¿Ya no me dolía más la panza? ¿Podría salir a jugar con Cachuzo y la pelota afuera? Era como si la cura no fuera del cuerpo, no, sino solamente del espíritu, el espíritu de mi abuela que pasaba al mío, para que yo recordara ese momento, para que lo tuviera siempre presente cuando el empacho no fuera solo de comida, sino tal vez, y también, del corazón, del sentimiento, y ese espíritu unido en uno solo se encargara de curar a través del suave golpeteo del teclado contra las teclas…

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