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sábado, noviembre 23, 2024

Las ruinas de Daniel García Helder

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Los versos de Daniel García Helder parecen clásicos, medidos como los de un griego, y dan la impresión de que conversara con alguien más, incluso como si fuera el monólogo de un tipo que va por la calle o toma el café en el bar leyendo el diario.

Por: Derian Passaglia

Se sabe poco de Daniel García Helder, apenas hay una foto borrosa en internet con la cara del mejor poeta comegato, rosarino, de todos los tiempos. El halo de misterio que envuelve su figura la agiganta, la vuelve mítica. En la actualidad, o hasta hace algunos años, trabajaba en el Centro Cultural de Parque España de Rosario y organizaba el Festival de Poesía de la ciudad. A los rosarinos nos dicen comegatos porque en los noventa un móvil de televisión porteña viajó hasta los bajos fondos de la ciudad y mostró la alimentación de la gente pobre a base de gatos.

Daniel García Helder nació en 1961 en Rosario y tiene 60 años. Su producción es más bien breve y es consecuente con la estética que promueve su poesía: objetividad, sobriedad, un lenguaje llano y directo. Publicó Quince poemas (en colaboración con Rafael Bielsa, hermano del Bielsa famoso, 1988), El faro de Guereño (1990) y la obra maestra insuperable El guadal (1994), el título designa una palabra que aparece en Una excursión a los indios ranqueles de Mansilla y cuyo uso hoy en día parece arqueológico, porque se trata de una extensión de tierra que se convierte en barro cuando llueve.

En alguna que otra revista digital salió publicado el adelanto de un texto inédito que nunca se publicó, Notas para un documental (circa 1996), del que paradójicamente existen estudios críticos sin haber visto la luz como libro. Después publicó una crónica, La vivienda del trabajador (2008), que narra el paisaje litoraleño ramplón, fronterizo y migratorio que se observaba por la ventanilla del tren en el viaje Rosario – Buenos Aires en la década de los ochenta. Ahora que con la década ganada el tren volvió a funcionar, después de que Menen destruyera los ferrocarriles en los noventa, el texto mantiene un sutil encanto anacrónico.

Como crítico, Daniel García Helder sentó las bases de los presupuestos teóricos, estéticos y políticos de la que posteriormente fue llamada, casi como una etiqueta comercial de la que muchos reniegan, “poesía de los noventa”, con un artículo aparecido en la revista Diario de Poesía titulado “El neobarroco en la Argentina” (1987). En los ochenta estaba de moda el neobarroco. Si eras poeta, y no eras neobarroco, no existías, eras uncool. Severo Sarduy triunfaba en París exportando caribe y literatura latinoamericana tercermundista de frases intrincadas y exceso tropical. Néstor Perlongher había llamado su variante rioplatense “neobarroso”. El neobarroco era el último grito de moda de la poesía.

Daniel García Helder es un referente, una joya secreta, un poeta de poetas del que muchos absorbieron su sabiduría, su conocimiento y su experiencia, pero les faltaba el talento para acercarse a sus talones. “El neobarroco en la Argentina” es programático como el propio Helder y sepulta al neobarroco en cinco puntos, exponiendo lo que considera son sus fallas, en favor de una poesía “sin heroísmos del lenguaje”.

En contra del exceso, de la apariencia, del maquillaje, de la profusión de palabras, de la indeterminación del lenguaje, Daniel García Helder opta por un verso límpido, de imágenes claras, de sílabas largas, con un vocabulario que tiende a reproducir la lengua común y corriente, la de las frases hechas, la de todos los días.

Como un Walter Benjamin criado a carlito y alfajores Tatín, en una ciudad de provincia devaluada por la penetración del narcotráfico y el ingreso de dólares de la soja, que le cambiaron la cara a Rosario, la poesía de Daniel García Helder pone en el centro de su verdad estética a la ruina. Crea belleza de los despojos, los desperdicios, la chatarra, el barro, lo sucio, las zonas limítrofes, fronterizas, abandonadas por el Estado y por toda idea de humanidad.

Así, el punto de vista que adopta este yo poético es el de la objetividad, donde se observa aparentemente sin juzgar el paisaje desolado que se manifiesta en los rincones más oscuros y vacíos de la ciudad. Pero la tragedia no es total. De repente, la ironía irrumpe en medio de la miseria para cambiar por completo el tono del poema, al darle un ligero aire pop, como en “Cuerpos de todos los tamaños / por donde corre la misma sangre”, donde se cuenta la historia de un presunto asesino que vive en un rancho y que mató a toda su familia y que tiene “un aspecto de pony tardíamente alfabetizado”. La violencia es profunda, sistemática, desmesurada en este caso, pero como en las películas de Tarantino esa violencia está rebajada con un sutil humor negro.

En el poema “El río Carcarañá”, la descripción del camping que está junto al río me recuerda mi propia infancia, tardes llena de gente con toda la familia al ritmo de María de Ricky Martin. La descripción del lugar apela a la inmediatez “El río Carcarañá / es este que pasa royendo…”, donde “a nadie se le ocurre venir a suicidarse acá”, porque “aunque lograra eludir a los curiosos / lo que seguro no podría es espantar las moscas”. El recurso de la ironía le cambia el sentido a la trágica historia de la ruina.

Tema aparte la descripción, que descompone una acción en sus partes hasta volver un objeto extraño lo que se mira, como en el poema “En el baño del Británico”, donde es capaz de hablar de una escena en la que orina en el mingitorio de al lado de un cirujano y llama a la orina “chorro ambarino menguante”.

Los versos de Daniel García Helder parecen clásicos, medidos como los de un griego, y dan la impresión de que conversara con alguien más, incluso como si fuera el monólogo de un tipo que va por la calle o toma el café en el bar leyendo el diario, que no se priva de expresiones comunes como “una basurita / que me entró en un ojo” con otras como “en un manchón de niebla pardoazulada”, que hacen que lo alto y lo bajo, la ruina y lo pop, la objetividad y la ironía, construyan una de las poéticas más originales de fines de siglo.

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