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viernes, noviembre 22, 2024

Una lectura testimonial de El jardín de las máquinas parlantes

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Antes que realismo delirante, las reglas de lecturas que podrían ajustarse con mayor precisión a la literatura de Alberto Laiseca son las del cine bizarro de clase Z.

Por: Derian Passaglia

Arranco este diario de lectura sobre El jardín de las máquinas parlantes. Me motiva porque es algo que nunca hice, ir comentando a manera de documental o informe, a medida que leo, un libro cualquiera. Pasa que El jardín… no es un libro cualquiera, y tengo mucha expectativa generada alrededor de una de las obras maestras de Alberto Laiseca. Se publicó en 1993 en Editorial Planeta. Podría pensar estas notas como una entrada de Wikipedia: la novela fue escrita gracias a una Beca Guggenheim, es la segunda más extensa en la obra de Laiseca después de la titánica Los Sorias. En la literatura latinoamericana no abundan los libros largos. Mi edición de El jardín… es la segunda reedición, por editorial Gárgola, y tiene setecientos ochenta y ocho páginas.

Los dos primeros capítulos se enmarcan dentro de lo que el autor llamó “realismo delirante” a su propio universo literario. Solo unos pocos son capaces de adherir a su obra la manera en que quieren ser leídos. Es como un manual, unas reglas: lo que yo escribo -parecen decir- debe entenderse así. Ayer, mientras leía, pensaba: esto es algo más que delirante, esto es una bizarreada total. Después me acordé que Laiseca era fan de las películas de clase B y Z, aunque creo, si no estoy inventando, que se había obsesionado mucho más con el cine de clase Z. La entrada de Wikipedia para “serie Z” dice:

Las películas de serie Z son películas cinematográficas de bajo presupuesto y con una calidad inferior a las películas de serie B. El término serie Z surgió a mediados de los años 60 como una descripción informal de ciertas películas que con toda seguridad no podían calificarse como de clase A. Pronto fue adoptado para caracterizar películas de bajo presupuesto con unos estándares de calidad inferiores a los de la mayoría de las películas de serie B, o incluso las llamadas de serie C. Aunque las películas de serie B tienen guiones mediocres y los actores son relativamente poco conocidos o son debutantes, la iluminación, la grabación y la edición son aceptables.

 

Este es el único párrafo y no se menciona ninguna película de clase Z. Imagino que la serie Z son películas de género con protagonistas como vampiros, hombres lobos, mutantes del espacio y que muchas veces la trama gira en torno a un elemento vulgar, hay sexo insinuado torpemente, tetas en pantalla, utilería barata. Una scrolleo rápido a la primera página de Google me da algunos títulos: Plan 9 From Outer Space de Ed Wood, al que conozco por Tim Burton y su homenaje, Monster of the Campus (1958), Robot Monster (1953), The Man from Planet X (1951), It Conquered the World (1956), Killer Condom (1999). Se me ocurren algunos directores que se podrían ubicar en la categoría: Paul Naschy, con sus rituales satánicos de hippies drogados en orgías, las primeras películas del australiano Peter Jackson como Bad Taste (1987) y Braindead (1992), los dragones que sobrevuelan rascacielos de New York, el Dios barbudo, hippie y de pelo largo, los bebés asesinos y los ácidos blancos y viscosos de Larry Cohen.

Antes que realismo delirante, las reglas de lecturas que podrían ajustarse con mayor precisión a la literatura de Alberto Laiseca son las del cine bizarro de clase Z. Otro día hablamos de lo que quiere decir bizarro, pero supongo se debe pensar en personajes, situaciones y ambientes excesivos que muestran la forma. La intención es disrruptiva del realismo desde el momento en que se muestra la deformidad, lo inacabado, lo mal hecho como deformidad, como inacabado y como mal hecho. Lo bizarro expone su forma a través de la obscenidad. Casi ochocientas páginas para El jardín de las máquinas parlantes, más de mil trescientas para Los Sorias, única novela argentina que sobrepasa esa cantidad monumental. El exceso, para Laiseca, es narrativo.

El realismo bizarro de Alberto Laiseca se muestra desde el principio. No hay una preparación del ambiente o el realismo, en la primera oración, en el primer párrafo, el narrador Alarico Alaralena, nos cuenta que vive con una máquina, cuya función no está clara, parece una mascota, como otra de las tantas que tiene: dos Dóberman feroces, un montón de gatos y pájaros, gallinas y hasta un gólem. ¿Qué mundo es este, en el que una máquina lee los pensamientos del narrador mientras escribe e interviene en la narración, impidiéndole avanzar? Hay tres tipos de gólem. Uno de ellos está hecho con pedazos de cadáveres humanos. Cuando se va a trabajar, Alarico Alaralena entrena a su gólem para que cuide la casa y atienda a los animales.

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