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domingo, mayo 5, 2024

El Paraguay de Lugones

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Paranaländer vislumbra una novela que reconstruya la visita de Leopoldo Lugones (1874-1938) a Villa Encarnación, Trinidad, Jesús y San Ignacio (1903-1904) para escribir su libro sobre el Imperio Jesuita.

 

 

“Sea cualquiera la opinión de ciertos etnólogos fantásticos, creo que lo más sensato es agrupar á las tribus, dispersas en el ámbito de la gran selva, bajo el nombre genérico de «raza guaraní». Eran comunes entre ellas, costumbres tan particulares como la del bezote, que desde el Plata al Mar Caribe usaron los guerreros indios, embutiéndose al efecto en el labio inferior cuñitas de madera ó cristales de cuarzo. La ceremonia de cortarse una falange de los dedos, por cada pariente que fallecía, alcanzó la misma extensión, así como el infanticidio del hijo adulterino, que la madre ejecutaba acto conti- nuo de su parto. Un mismo carácter predominaba en su tatuaje, su alfarería y sus armas. El entierro de los muertos, con la cabeza sobresaliendo del suelo y cubierta por un tazón de barro, es otra peculiaridad igualmente difundida; sucediendo lo mismo con la original circunstancia cosmogónica de considerar macho á la luna y hembra al sol. El idioma vocalizado y con predominio de palabras agudas, como una vasta onomatopeya selvática, concluye de establecer el parecido; y ello es tanto más notable, cuanto que todos los indios, cualquiera que sea su tribu, se comprenden fácilmente entre sí.

Como muestra entre cien, basta el P. Guevara, a quien han seguido casi todos los que se ocuparon del indio guaraní y de sus costumbres. No advirtieron, cuando era tan fácil, que su mentada historia es en esa parte una rapsodia del poema de Barco Centenera (y ¡qué poema!) no sólo por el plan idéntico, sino por los detalles que vierte á la letra en su prosa, tan insoportable como las octavas del original. La circunstancia de que acoja por verdades, leyendas tan inocentes como la metamorfosis de las flores del guayacán, transparente adaptación del Fénix á las mariposas americanas; así como que atribuya á restos de gigantes humanos, los huesos fósiles descubiertos por las avenidas—debieron poner sobre aviso á los que, bebiendo en él, no hacían sino copiar de segunda mano.

Los actuales indios cainhuá del Paraguay, conservan muchas de estas peculiaridades. La indumentaria de guerra era un poco más complicada. Una corona de cuero, ornada de vistosas plumas, reemplazaba al casquete descrito; pinturas trazadas con tabatinga y almagre, cubrían el cuerpo del guerrero, imitando pieles flavas de anta ó de jaguar; y rodeaban su garganta sonoros collares de uñas ó dientes bravíos. Las pinturas, eran como quien dice el traje de parada, pero existía el tatuaje en ambos sexos, a modo de distintivo nacional.

Carpían á fuego un trozo de terreno, y con un palo puntiagudo á guisa de arado, abrían, poco después de llover, agujeros donde sembraban maíz, papas, zapallos y mandioca—sistema que todavía se usa en el Paraguay. Nadadores y remeros notables, tripulaban canoas labradas a fuego en los troncos del guabiroba, que les ha dado su nombre genérico, y así embarcados, a veces por días enteros, pescaban y cazaban. Su ardid más civilizado, consistía en usar de señuelo cotorras domésticas para sus cacerías. Sobre éstos goe su mayor influencia el jesuíta; pero tanta unos como otros abandonaban difícilmente el bosque, á no ser urgidos por el hambre y durante el menor plazo posible. La miseria en que se hallaban, dificultó la poligamia á que tendían; siendo generalmente monógamos, salvo los hechiceros y caciques. Dominados por la más elemental idolatría, esta misma no los preocupaba mucho. Algún árbol sagrado o serpiente monstruosa, formaban sus fetiches de conjuración contra las borrascas, a las cuales temían en razón de su violencia tropical. Su inteligencia se manifestaba casi exclusivamente, en hábiles latrocinios y mentiras sin escrúpulo; su condición nómade, habíales quitado el amor á la propiedad y al suelo, careciendo en consecuencia de patriotismo y de economía. Todo su comercio se reducía á cambalachear objetos, lo cual disminuía más aún el amor á la propiedad organizada. Borrachos y golosos, la inseguridad del alimento, inherente á su condición de cazadores exclusivos, desenfrenó su apetito; y careciendo de sociedad estable, les faltó el control necesario para reprimirse. La música, el estrépito mejor dicho, y las decoraciones vistosas, halagaban su carácter infantil. Este dominaba de tal modo en ellos, que al decir de los jesuítas, comprendían las cosas mejor de vista que al oído: dato precioso para determinar su psicología. Voluptuosos y haraganes, por la influencia del clima y de la selva con su ambiente enervador, no servían para las  grandes resistencias.

Algunos autores modernos han pretendido que los indios no eran precisamente caníbales, aunque fueran antropófagos, pues su antropofagia formaba un rito religioso, una verdadera «comunión» en la víctima.

Así el P. Cardiel, en su célebre «Declaración», pinta á los guaraníes como á seres inocentes é inofensivos, y agrega para demostrarlo, que un ejército de 28.000 indios, por ejemplo, vale tanto ó menos que uno de niños, considerando que sus guerras no pueden ser calificadas ni siquiera de estorbo. A pesar de esto, el P. Lozano los da por guerreros temibles, cuya única ocupación era combatir, y los presenta como antropófagos.

Por el contrario, consta en los panegíricos del doctor Xarque, que los hechiceros indios se oponían á la acción religiosa de los jesuítas, presentándolos ante sus compatriotas como comedores de carne humana; y si atribuían á éstos el canibalismo que á ellos se les achacaba, es obvio suponerlos exentos.

Barco Centenera, para no citar rapsodias, lo afirma también en su fastidiosa crónica rimada (¡10.752 versos!); pero ella no es sino un tejido de leyendas pedantes y patrañas ridículas, tomadas por historia á falta de otra, y á causa de haber sido testigo presencial el autor. Esto ha bastado con harta frecuencia para dar por buenos los papeles de la conquista, citándolos al montón, sin asomo de crítica. Tal sucede entre otros, con este autor. Al honesto arcediano le salían sirenas en los esteros (canto XIII), sus indias se llamaban Liropeyas-, daba asimismo como cierta la leyenda de la tremebunda serpiente curiyú (canto III); y si las crueldades de los salvajes le inspiran (canto XV) horrendos detalles sobre empalados y sepultados vivos, en las dos estrofas siguientes (la 36. a y 37. a ) narra la manera cómo se salvó de sus garras un religioso franciscano, con tal milagrería de pacotilla, que aquello sobra para desautorizar su pretendida veracidad. Pero basta con transcribir la estrofa en que explica el canibalismo precisamente, (canto I) para ver hasta qué punto aquella inocente pedantería falsificaba todo detalle natural: ‘Que si mirar aquesto bien queremos,/ Caribe dice, y suena sepultura/ De carne: que en latín caro sabemos/ Que carne significa en la lectura./ Y en lengua guaraní decir podemos/ Ibi, que significa compostura/ De tierra, do se encierra carne humana./Caribe es esta gente tan tirana’.

El logogrifo, como se ve, no tiene precio; y ese híbrido de latín y guaraní (!) resulta sencillamente impagable”.

 

fuente. “El imperio jesuítico”, Leopoldo Lugones, 1907

 

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