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domingo, mayo 5, 2024

Traductor cleptómano

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Paranaländer, escéptico hasta los tuétanos en materia de todo tipo de trasvases e intercambios, por fin ha encontrado un traductor convincente: se trata del traductor cleptómano salido directamente de la testa del escritor magyar Dezso Kosztolanyi.

 

DEZSO KOSTOLANYI (Szabadka, 1885-Budapest, 1936), inventó un tipo nuevo de traductor con su relato “Gallus el traductor”. Su característica se podría definir como la de un traductor cleptómano. Traduce fielmente todo lo que no implique bienes y valores y muebles. La idea es usar de palanca propulsora tan maravillosa invención e imaginar variantes de traductores con alguna manía, obsesión o incluso handicap físico. Un traductor ciego. Que borrara todos los colores de las cosas. Otro sordo que mutilara los aromas de las novelas decadentes. Un traductor que no recordara u olvidara los nombres de calles, tiendas, personajes…Le dejo mientras dejan volar sus fantasía un fragmento del traductor cleptómano húngaro.

 

“No se trata de que hubiese introducido subrepticiamente el manuscrito de otra novela. Era realmente la traducción fluida, artística, y por lugares, con ímpetu poético de El castillo misterioso del conde Viciszláv. De nuevo están ustedes equivocados. No existe el menor malentendido en la traducción. En resumidas cuentas, él sí que sabía bien inglés y húngaro. Ya, vamos, dejen eso. Seguro que ustedes nunca habían oído algo así. El embrollo estaba por otro lado. Por otro lado completamente distinto. Yo solamente vine a darme cuenta despacio, poco a poco. A ver, fíjense ustedes. La primera oración del original inglés decía: Las treinta y seis ventanas del rancio y maltratado castillo estaban deslumbrantes. Arriba en el primer piso, en el salón de bailes, cuatro arañas de cristal derramaban su ubérrima luz… En la traducción húngara se podía leer: Las doce ventanas del rancio y maltratado castillo estaban deslumbrantes. Arriba en el primer piso, en el salón de bailes, dos arañas de cristal derramaban su ubérrima luz… Me le quedé mirando con los ojos desorbitados y continué leyendo. En la tercera página el novelista inglés había escrito: El conde Viciszláv, con una sonrisa sardónica, sacó su abultada billetera y le lanzó la suma pedida, mil quinientas libras… Esto fue interpretado por el traductor húngaro de la manera siguiente: El conde Viciszláv, con una sonrisa sardónica, sacó su billetera y le lanzó la suma pedida: ciento cincuenta libras… Más abajo, al final de la tercera página, leí lo siguiente en la edición inglesa: La condesa Eleonora se encontraba sentada en una de las esquinas del salón de bailes, en traje de noche, y llevaba las antiguas joyas de la familia: la diadema guarnecida de diamantes, que había heredado de su tatarabuela, la consorte del príncipe elector alemán; en sus pechos de cisne, una sarta de perlas legítimas brillaba opalina; sus dedos estaban casi rígidos por las sortijas de brillantes, zafiros, y esmeraldas… El manuscrito húngaro, reproducía la anterior descripción tan colorida, de la manera siguiente, no para menor sorpresa de mi parte: La condesa Eleonora estaba sentada en una esquina del salón de bailes, en traje de noche… No ponía más. La diadema guarnecida de diamantes, la sarta de perlas, los anillos de brillantes, zafiros y esmeraldas, todo faltaba. ¿Ahora entienden ustedes qué había hecho ese desventurado colega, nuestro escritor, merecedor de mejor suerte? Sencillamente se había robado las joyas de la familia de la condesa Eleonora, y con la misma frescura imperdonable había robado también al conde Viciszláv, que era tan simpático, a quien le había dejado solamente ciento cincuenta libras de las mil quinientas que originalmente tenía, e igualmente así se había birlado dos de las cuatro arañas de cristal del salón de bailes, así mismo había desfalcado veinticuatro ventanas de las treinta y seis que había en el rancio y maltratado castillo. Por doquier que pasaba la pluma del traductor, por todas partes damnificaba a los protagonistas, a los que había acabado de conocer, y sin miramientos para muebles e inmuebles, allanaba el santuario inviolable y poco discutible de la propiedad privada. Trabajaba de diferentes maneras. La mayor parte de las veces los valores se perdían sin dejar rastro. Aquellas alfombras, cajas de caudales, platería que en el texto inglés tenían por cometido elevar el nivel literario de la obra, no les encontré ni pies ni pisadas en el texto húngaro. Otras veces les quitaba algo, la mitad o las dos terceras partes. Si alguien mandaba al lacayo que le llevara cinco maletas al compartimiento del tren, él solamente mencionaba dos, de las otras tres callaba de manera artera. De todas formas, para mí lo más anonadante —porque eso ya implicaba mala fe y falta de hombría— fue que con frecuencia cambiaba los metales nobles y las piedras preciosas por materiales infames y sin valor, por ejemplo el platino por latón, el oro por cobre, los diamantes por zircones o vidrios. Por fin descubrí que nuestro descarriado escritor congénere, en el curso de la traducción, se había apropiado, sin derecho ni competencia de 1.579.251 libras esterlinas, 177 anillos de oro, 947 sartas de perlas, 181 relojes de bolsillo, 309 aretes, 435 maletas, sin mencionar las haciendas, bosques y pastos, los palacios ducales y baroneses, y otras menudencias fútiles, como pañuelos, palillos de dientes, campanitas, cuya enumeración sería fatigosa y quizás baldía”.

 

fuente: “La visita y otros cuentos”,  Dezso Kosztolanyi, 2016

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