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sábado, noviembre 23, 2024

Había un arroyo…, un poema de Damián Ríos

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Los versos corren como ese arroyo entubado. Los chicos todavía no aparecen, solamente tenemos el agua. El espacio se va abriendo en el poema, y se ve tan claro como un día sin nubes… Por: Derian Passaglia

En Crónica de un niño solo, la película de Leonardo Favio, hay un momento en que los chicos, después de viajar en colectivo, llegan a un lago, ¿o era un río? Se desnudan y se tiran, se ríen y corren por un descampado, en un día de sol brillante opacado por el blanco y negro de la imagen. La escena se repite en Diario de un rebelde, película protagonizada por Leonardo DiCaprio. Se trata un grupo de chicos solos, alegres, divertidos, que se tiran al río Hudson desde una banquina, mientras la voz en off de DiCaprio dice que eso es lo que hacen los chicos de New York, tirarse a ese río oloroso. En Ragazzi di vita, la novela de Pasolini, unos chicos de barrio cruzan un puente en un bote.

El motivo de los chicos solos en el agua muestra la libertad de la infancia y, por extensión, la libertad literaria: estos chicos no tienen ni madres ni padres ni hermanos por un momento, ni leyes ni patria ni instituciones. Están fuera de todo sistema, por eso solo pueden moverse en uno propio, crear su propio sistema olvidándose de toda ética y moral humana. En el agua, en el arroyo, en el río, son libres. Nadie los busca y ellos tampoco buscan a nadie, ni quieren otra cosa que estar así. Según Borges, Dickens fue el que inventó la soledad de la infancia. El poema de Damián Ríos, “Había un arroyo…”, coquetea con esta tradición.

Damián Ríos es un poeta argentino nacido en Concepción del Uruguay, Entre Ríos, en 1969. Pertenece a la última generación de poetas argentinos que funcionó como grupo, como generación, antes de que el mundo cambiara para siempre con la popularización de internet y las redes sociales. Era otro mundo, otra vida, con otras reglas. “Había un arroyo” habla de un tiempo que ya no existe, impreciso, en que el pasado no era mejor, sino simplemente distinto. No hay nostalgia, hay una fabulación, como si se tratara de un mito, de un cuento clásico en la forma en que empieza: “Había un arroyo / que cortaba en dos la ciudad, / en parte entubado / y en otras canalizado”. Resuena el “había una vez…” de los cuentos infantiles, de los tiempos felices, de las moralejas.

Los versos corren como ese arroyo entubado. Los chicos todavía no aparecen, solamente tenemos el agua. El espacio se va abriendo en el poema, y se ve tan claro como un día sin nubes. La forma en que el poema va del arroyo hacia afuera es muy precisa, como si fuera el agua el que nos contara esta historia infantil, y no los chicos, en una inversión de la tradición clásica. Del agua al paisaje, y no del paisaje al agua, como en ese verso que nuclea los sentidos: “el arroyo se chupaba /el paisaje”. Todo parte de ahí, todo va a parar ahí, al arroyo, por eso pareciera que también es el punto de vista del poema.

Es un paisaje objetivo, salvaje y solitario hasta la aparición de la primera persona del plural: “el arroyo explotaba y era el lugar en que jugábamos / de chicos”. ¿Quiénes jugaban? ¿Dónde están los otros que jugabanHab El poema no menciona, no le pone nombres a esa primera persona del plural, es un plural que podría abarcar a cualquiera que sea chico y a cualquiera que haya jugado de esa manera, como los chicos de Pasolini, como DiCaprio, como los de Dickens. Los chicos irrumpen en el paisaje, pero no tienen caras. Los benteveos y los picaflores suavizan y dan tonalidad al salvajismo objetivista del poema.

Los últimos versos desconciertan: “Ese arroyo, en una de cuyas curvas / me bañé alguna vez, / es el centro del lugar que ocupa todo, / el corazón del espíritu”. Hay otro movimiento, ya no solo es el paisaje que se expande, que se abre, ahora el movimiento es de lo material a lo abstracto, de lo que tiene forma a lo que solo puede vivir como idea o como sentimiento. El arroyo representa algo, el arroyo es el todo, es el lugar donde uno va a bañarse, a estar solo y jugar, pero también envuelve la interioridad, la llena de grandeza. El último verso no termina de concluir esta idea, al contrario, la cambia y la complementa, nos devuelve a la tierra, a lo más bajo y mundano: “Un lugar / en el que se veían piedras, latas en desuso y pájaros”.

 

Había un arroyo

que cortaba en dos la ciudad,

en parte entubado

y en otras canalizado.

Corría en las partes bajas

y a medida que se acercaba

al campo se volvía más agreste

hasta desembocar en otro arroyo

que desembocaba en el río,

frente a un lujoso palacio

que emergía frente a las islas.

Pero entre el borde de la ciudad

y el campo, el arroyo se chupaba

el paisaje; cuando llovía poco

y era un hilo de agua, se lo podía cruzar

fácil para meterse en una zona algo montaraz

y extraña, porque convivía

con los fondos de los patios

y cortaba las calles de tierra.

Después era un arroyo común y silvestre

rodeado de un monte bajo y apretado.

Antes del borde de la ciudad, después del entubado,

el arroyo explotaba y era el lugar en que jugábamos

de chicos. Lo rodeaba un pasto alto y muy verde

y se veían benteveos y picaflores,

y hacia el arroyo iban las mariposas,

rojas y negras, que cazábamos en primavera

con ramas que hablábamos y nos dejaban

pigmentadas de verde las manos y olorosas a savia.

Ese arroyo, en una de cuyas curvas

me bañé alguna vez,

es el centro del lugar que ocupa el todo,

el corazón del espíritu. Un lugar

en el que se veían piedras, latas en desuso y pájaros.

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