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lunes, mayo 6, 2024

Una lectura testimonial de El jardín de las máquinas parlantes. Decimoprimera parte.

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En esta nueva entrega de El jardín de las máquinas parlantes, se analiza el carácter farsesco y la teatralidad, porque antes que escritor, Laiseca es un personaje que actúa de sí mismo.

 

Por: Derian Passaglia.

 

Estuve pensando en la farsa. ¿Pero qué es la farsa? Wikipedia: “es una forma dramática en la que los personajes se desenvuelven de manera caricaturesca o en situaciones fantásticas. La farsa no existe en estado puro, ni es un género propiamente dicho;​ es más bien un proceso de simbolización que puede sufrir cualquier género dramático, en una relación similar a la existente entre la palabra y la metáfora”. Me quedan más dudas que certezas. Si no es un género propiamente dicho, ¿cómo podría reconocer sus elementos? Tampoco sé cómo se me ocurrió pensar en la farsa mientras leía Laiseca, y sospecho que fue su literatura la que me trajo la idea de una escritura conscientemente falsa, un relato que se escribe para mostrar su construcción. Laiseca escribe ficción, no verdad, y en su concepción de la ficción queda fuera uno de los conceptos claves del realismo que es el verosímil. Para leer El jardín… hay que ignorar la existencia del verosímil.

Asocié los elementos de la farsa al uso de la magia en la novela. Los personajes no usan la magia para grandes momentos o revelaciones, como Jesús, que convirtió el agua en vino o Moisés, que abrió el mar en dos; no es la magia de Harry Potter, que sirve para enfrentarse con el mal; no es la magia de los genios de la lámpara, es una magia burda, inútil, chicanera, ordinaria. Por alguna razón Sotelo vuelve a su casa, ya recuperado del psiquiátrico. En su casa faltan tres revistas pornográficas y De Quevedo usa la magia para hacerlas volver, porque seguramente alguien se las robó, se sospecha de los chichis. “En magia -explica De Quevedo- se obra aprovechando las simpatías de los sistemas y las antipatías que pueden tener los mismos”.

De paso, Laiseca aprovecha para meterse en el relato, porque De Quevedo tiene la misma concepción que el autor: los libros deben forrarse con papel blanco para que no te los roben. En el documental sobre Laiseca dirigido por Millán Pastori, una escena muestra su biblioteca y libros de los cuales no se puede adivinar su título porque están forrados de un papel amarillento. Es la leyenda contando su propia historia.

De Quevedo y Sotelo van a hacer un ritual astrológico. No lo van a hacer el fin de semana, ni viernes ni sábado, porque en esos días las Sociedades Esotéricas hacen la mayoría de sus rituales y es muy difícil trabajar así. Estos rituales, de hecho, están dedicados al amor, y se encargan de materializar un “bicharraco” con un miembro gigantesco que “a sus víctimas siempre -siempre- las posee por atrás. Les rompe el culo. No, no te rías que esto no tiene nada de gracioso”, le cuenta De Quevedo a Sotelo. El miembro gigantesco del Vurro, como le llaman al bicho, es “un arma mágica”.

Según Wikipedia, la farsa no mueve a la risa, no tiene como fin la liberación de endorfinas del lector, sino que su objetivo es denunciar una realidad oculta, ignorada o controlada. Antes que la risa, promueve la vergüenza del lector. ¿Vergüenza ajena?

La farsa proviene del teatro. La entrada de Wikipedia menciona a las comedias griegas, a Aristófanes y Plauto como antecedentes. Moliere y Racine en Francia. Los entremeses de Cervantes. Ubu Rey de Alfred Jarry y Esperando a Godot de Beckett en el siglo XX. ¿Será El jardín de las máquinas parlantes una farsa novelesca? Laiseca podría haber escrito una novela como se entiende que debe escribirse una novela, representando el teatro del escritor y de la escritura, y usando todos los recursos y los vicios del novelista: un argumento con principio, medio y fin, personajes enredados en una trama maravillosa e inverosímil, un estilo reconocible, un tono algo irónico, un narrador que cuenta la historia de un escritor loco, páginas impresas en una imprenta, una editorial que aceptó publicarle el bodoque de ochocientas páginas, lectores fieles y obsesionados… Todo contribuye a dar forma al teatro del mundo del novelista en Laiseca. Su literatura sería una puesta en escena.

El teatro de Laiseca es reconocible en algunos elementos específicos. Por ejemplo, los diálogos. Largos parlamentos de los personajes dan la idea del soliloquio, de un escenario en la oscuridad que ilumina un solo personaje discurriendo en voz alta sus pensamientos. Hace algunos años leí La hija de Kheops, novela que dejé por la mitad pero que igual reseñé. Escribí esto:

<<No me extraña que llamen maestro al maestro Laiseca: tiene una destreza única para construir argumentos y situaciones narrativas por encima de la media dentro de la literatura. Su fuerte es el manejo consciente del género novela, al que intenta explotar desde su interior, a diferencia de Aira por ejemplo, que usa los géneros pero no se casa con ninguno.

<<La hija de Kheops podría pasar como una parodia, según se apunta en la contratapa, de las novelas históricas. Yo no sé si Laiseca pensaba específicamente en las novelas históricas a la hora de escribir este relato. Parece, más bien, el ejercicio desenfrenado de la imaginación de una mente obsesionada con la historia del antiguo Egipto. En cualquier caso la parodia resulta involuntaria, ajena a las peripecias de los mosquitos que rondan las páginas y obligan a los personajes a ponerse, cada dos por tres, «pelente».

<<Dos virtudes: el relato se construye como un escenario teatral donde los personajes lanzan sus largos monólogos. Antes que el diálogo, la forma en que se establece la conversación entre los personajes hace pensar en el teatro, en un set dorado de colores brillantes, sandalias, joyas y maquillaje alrededor de los ojos. Este carácter teatral de la novela se acentúa por el tono jocoso de la narración, que pone distancia con anacronismos y situaciones que rozan, coquetean, pero que no llegan, al absurdo.

<<Sobran capítulos, hay que decirlo, que no tienen otra razón de ser que la de estirar la narración y la diversión personal del propio escritor, pero no del lector, que se queda pensando por qué Laiseca será tan caprichoso. Algunas veces las digresiones salen bien, tienen sentido en la construcción de un mundo personal donde el tono jocoso, el carácter teatral, están explotados al máximo. Otras veces aburre, es irregular, no importa en lo más mínimo lo que cuenta.

<<Con todo esto, y a pesar de que no parece ser de sus mejores libros, Laiseca levanta el nivel en el panorama de la mediocre literatura argentina y latinoamericana de los últimos treinta años. Intuyo que puede ser mucho mejor escritor que lo que La hija de Kheops ofrece, y que le encanta divertirse escribiendo, uno de los valores fundamentales cuando pienso en la literatura que elijo para leer.>>

 

A diferencia de La hija de Kheops, la teatralidad en El jardín…, más que escenario, es pura forma, el estilo que adopta el relato para contar una historia sin pies ni cabeza. Consciente de que Laiseca exagera, muestra la representación y el artificio, el lector sigue leyendo El jardín…, página tras página, capítulo tras capítulo, porque el poder magnético de su literatura se basa en lo teatral.

El teatro dejó de interesarme hace mucho, pero lo teatral es quizá la forma que sobrevive al teatro por fuera del género, porque representa el presente mismo de la enunciación, actualiza el pasado en el presente. Lo teatral es siempre un gesto que recupera significados previos, es la exageración de maneras. Es un doble movimiento, porque señala un significado anterior o ausente. Laiseca escribe desde lo teatral, representando en el drama una comedia, cambiando la tragedia por la farsa, la ciencia ficción por chichis, la ficción por una ficción del hecho mismo de contar.

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