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lunes, mayo 6, 2024

Atardecer de verano en el barrio Irigoyen

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La vida era un verano largo, ya cansado de no hacer nada, sin saber qué hacer esperando la vuelta a clases. Y un día de verano duraba tanto que el sol no se terminaba de esconder… Por: Derian Passaglia

Anoche estaba viendo una de Bruce Willis, en la que hace de un policía que salva a la humanidad de los sustitutos, que son especie de dobles que todo el mundo tiene en el futuro… ¿O ya los tenemos a esos dobles, con tantos perfiles y tantas cuentas? Estaba viendo una de Bruce Willis y cuando terminó me dije, o sentí, que estaba harto de las pantallas. Todo el día pantallas, toda la noche y toda la mañana pantallas. Más grandes, más chicas, en la peluquería, en el chino, en la escuela. ¿Y cómo era la vida sin pantallas? ¿O cómo era la vida sin tantas pantallas, solamente con la del televisor en el comedor, pasando Videomatch o alguna de acción con Sylvester Stallone? ¿Cómo era vivir así, en otro mundo que no reproducía hasta el infinito las imágenes, en imágenes cada vez más abstractas?

La vida era un verano largo, ya cansado de no hacer nada, sin saber qué hacer esperando la vuelta a clases. Y un día de verano duraba tanto que el sol no se terminaba de esconder, porque la luz flotaba sobre la calle Dragones del Rosario, y Pago de los Arroyos, y Frías y Alzugaray… Era esa luz la que decidía el final del partido en el campito, y era esa luz la que quedaba colgando sobre las ramas de los paraísos, mientras de a poco los faroles de la calle se iban prendiendo. Eran faroles amarillos o blancos sostenidos por un cable a lo ancho de la calle, que cuando venía algún viento muy de vez en cuando se movían de un lado a otro, y la luz se corría con ese movimiento, y le daba a la calle un aire de cine negro suburbano. Los mosquitos y jejenes, enloquecidos, daban vueltas alrededor de los faroles.

Llegaba la chicharra con su pitido desgarrado, anunciando la noche o demorándose en apagar la luz del sol. Todavía pendía una luz de la tarde sobre una copa alta, y la chicharra quizá sabía que del último lugar que el sol se iba era de las hojas de los sauces. La chicharra lo cambiaba todo, iba a ser de noche, había que meterse adentro y bañarse y comer, y con suerte después me dejaran salir para estar un rato más con los chicos en la esquina, comiendo semillitas y tomando jaimito, una o dos horas antes de volver a casa hasta el otro día. ¿Dónde estaba la chicharra que no se veía, que no se mostraba, y solo su bocina daba la vuelta a la manzana, por la casa arruinada del viejo Cecchi, y llegaba hasta la vía? ¿Cómo hacía para no mostrarse, para solo hacerse escuchar?

Y así, como invitados por la chicharra, los pastos tenían su propio sonido, el de los grillos que se quedaban a la orilla de la calle, entre el pasto y el asfalto, y llenaban el camino de vuelta a casa de una melodía infinita, dulce como la tarde que se iba, ya se estaba yendo, otra más. También de entre los pastos en el frente de las casas de algún vecino, como un ser de otro universo que solo aparece con la noche, el cuello de un sapo enorme se inflaba y desinflaba en lo oscuro, se inflaba y desinflaba. ¿Por qué los mataban? ¿Por qué les tiraban piedras? ¿Qué les habían hecho esos pobres gorditos gomosos que apenas si se podían defender? A veces, decían los chicos, cazaban ranas para comer. Y el sabor era rico, capaz un poco más duro que el pollo, con otra consistencia.

-¡A comer! ¡Adentro! -llamaban las mamás entonces.

-¡Vení o vas a ver, te cago a palos! -gritaban otras.

Los animales de la noche reavivaron a las madres dentro de las casas, que salían para buscarnos y meternos adentro, con el único fin de interrumpir la felicidad, de dejarla en suspenso hasta mañana. Lleno de estrellas el cielo rotaba en su eje, milimétricamente, con el brillo que bajaba de la luna. Había que comer, había que bañarse. ¡No había nada que hacer! Era una fatalidad, nuestro destino estaba sellado, eso lo sabíamos desde la mañana, pero nunca pensábamos hasta que la voz nos llamaba, nos invocaba como un fantasma herido en su orgullo. Entonces nos despedíamos hasta el otro día, en otro día en el que jugaríamos a la pelota o al bate o la bolita o cazaríamos pajaritos con gomera, aunque yo nunca cacé ninguna, siempre fui muy malo con la puntería. Mejor, mejor pienso ahora, ¿por qué mataría a un pajarito?

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