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domingo, noviembre 24, 2024

Un Sade cotidiano, de Pablo Pérez

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«La escritura es material antes que simbólica, y hasta pueden percibirse los cambios de ánimo en la sintaxis, en la inspiración de los primeros meses a la pobreza y chatura de los últimos, donde Pablo Pérez no se siente bien de ánimo». Por: Derian Passaglia

La primera y única vez que intenté leer el marqués de Sade se me bajó la presión en el colectivo. Tuve que abrir la ventanilla, tomar aire y cerrar el libro. Nunca volví a tener una sensación física parecida con un libro entre las manos. Esas escenas, largas escenas en las que los personajes se metían cosas en el cuerpo y se pegaban y se excitaban, eran demasiado para mí. Pablo Pérez, el personaje de Un año sin amor y no su autor, usa el sadomasoquismo para hablar de una sexualidad que solo puede expresarse en secreto: en el cine porno de la calle Laprida, en los anuncios de la revista XN, el baño de la estación Constitución, lugares ocultos, invisibles para la mayoría.

Cuando me enteré que Pablo Pérez era vecino de Barracas, barrio al que me mudé hace algunos meses, tuve una necesidad cómplice de leerlo. Encontré lo que en el fondo esperaba encontrar: Montes de Oca, Caseros, las calles por las que paso siempre, Parque Lezama. Este barrio último al sur de la ciudad funciona como límite marginal para una subjetividad que solo puede desarrollarse marginalmente, porque Pablo Pérez no puede hacer pública su condición de homosexual en la década de los noventa. Un policía de civil lo para en la calle y lo quiere llevar preso solo porque Pablo Pérez no se deja tocar, y en el colectivo, cuando un chico le muerde el hombre, lo miran mal.

La ciudad en la década de los noventa es represiva, oculta, under, marginal, como si la representación pasara por debajo de lo conocido. Pablo Pérez es “seropositivo”, tiene sida. La escritura del diario se parece en algún sentido a la de Levrero, otro que transformó al género diario, lo confesional en una cuestión vital. “Esto no es una novela, carajo -escribe Levrero–. Me estoy jugando la vida”. Pablo Pérez ve morir a sus amigos del mismo virus que él lleva en el cuerpo, como si se viera reflejado en esos otros: sabe que en cualquier momento la puede quedar, con un simple resfrío o con la acumulación de síntomas. No escribe para dejar registro de lo que sufre, escribe para combatir la tristeza, para seguir viviendo.

El género diario no refleja lo que el personaje está pasando, lo que le toca vivir, paa que el lector diga: “pobre tipo”; sino que se vuelve una forma de unir la experiencia a la escritura de una manera nueva, como si la escritura fuera un medicamento más, el más poderoso de los tantos que le recetan los médicos del Argerich, para ahuyentar la muerte. La escritura es material antes que simbólica, y hasta pueden percibirse los cambios de ánimo en la sintaxis, en la inspiración de los primeros meses a la pobreza y chatura de los últimos, donde Pablo Pérez no se siente bien de ánimo. La escritura, en definitiva, no como la exposición de una vida y sus circunstancias, sino como la pintura documental de un espíritu que pasa por el mundo.

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