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viernes, noviembre 22, 2024

La pileta del club Empalme, Villa Constitución

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“¡Ah, pero si era la pileta más grande que haya visto alguna vez! De punta a punta había que girar la cabeza porque no se abarcaba de una. ¿Y por qué, entonces, esa tristeza de fondo, enredando las voces en el cerebro? ¿Será que el último día de las vacaciones es un hasta pronto que no se quiere dar?” Por: Derian Passaglia

 

Día hermoso y sin preocupaciones, aquel jueves, el de ayer, flotando entre bancos de cemento bajo la sombra flotante de los paraísos, mientras Milton golpea el carbón ya grisáceo para acomodarlo en la parrilla… ¿Qué es, entonces, esta tristeza? ¿Será porque lo escribo después de que pasó o porque cuando pasó estaba ya escribiéndose en mí? Como si lo mirara todo desde las palabras, y no tuviera otra forma de experimentar el mundo que no fuera como un libro que se lee muy rápido, tumbado en la cama o al sol, porque está muy bueno… Llegaban con sus sombrillas y sus heladeritas, con una tranquilidad de cuerpo, una esperanza chiquita de pasar una buena tarde y nada más, comerse algo, tomarse algo, y después echarse en la reposera a reposar el espíritu y cargarlo de energías para lo que vendrá…

La tarde se cargaba de gente con sus mallas, sus panzas al viento y sus pelos mojados, sus señoras corriendo a esas hijitas con chupete que buscaban al papá, del otro lado del club, que había ido al baño o a sacar la carne de la parrilla. Iban apareciendo las pelotas en los pies de los adolescentes, las gorras puestas así nomás, las camisetas de River, los tres o cuatro gordos dispuestos en un semicírculo, despachándose sobre algún tema de importante actualidad, en relación a los precios, la economía, la coyuntura local. De a poco el sol cobraba una fuerza invisible que pesaba sobre los hombros, sobre la nuca, con su amarillo hipnotizado de celeste, en el cielo, sin una nube, nada, el amarillo y el celeste, y el peso de los rayos que caían como un luchador de sumo en el sofá después de una comilona…

¡Ah, pero si era la pileta más grande que haya visto alguna vez! De punta a punta había que girar la cabeza porque no se abarcaba de una. ¿Y por qué, entonces, esa tristeza de fondo, enredando las voces en el cerebro? ¿Será que el último día de las vacaciones es un hasta pronto que no se quiere dar? Si pudiera estar así, con los brazos extendidos sobre el filo de la pileta, toda la vida, sin necesidad de asegurarme la subsistencia, el techo y la comida, quizá el sentimiento fuera otro… Pero es el último día antes de que el año trague esta simpleza de cosas en el pasto y en la toalla donde se duerme, húmedo, la siesta.

La pileta enorme lo contenía todo, y era todo también lo que cualquiera necesitaba en ese momento. Los chiquitos con sus flota flota, los pelados gordos, simpáticos pataleando como si viajaran nuevamente a la panza de la madre, las chicas con sus bikinis finos, de espaldas, con sus culos dorados recibiendo las dádivas del sol, las nenas que se tiraban de bomba, y una que decía: “¡Dante, vení!”, mientras Dante se hacía el interesante más allá, dando volteretas solo… Y otra nena que decía a sus amigas: “yo tengo un escondite secreto, ¿vamos?”, y ese pibe que le estaba por tirar agua a una piba pero ella se dio cuenta del movimiento y le levantó el índice, como retándolo, como advirtiendo, y esa pareja de viejos que cruzaba la pileta caminando como si pasearan por las playas de alguna isla de paraíso fiscal, mientras los bañeros, cada tanto, miraban desde lo alto de un panóptico, en la orilla de la pileta, y hacían sonar un silbato, porque había cosas prohibidas, como subirse a los hombros del padre para tirarse desde ahí arriba…

¡Ah, era todo felicidad en contraste de esa angustia muy profunda! El agua blanda ondeaba superficialmente, tendida a lo largo y a lo ancho, y en la punta un enorme tobogán recibía a los osados, una gordita que se mandaba con los brazos al pecho, los dedos entrelazados como si estuviera muerta, y un pancho que se tiraba hecho un bicho bolita, y le salió mal, porque llegó al agua todo despatarrado. Y el bullicio constante apagaba, por suerte, las voces en lucha de la mente, y después, cuando la tarde se apagaba, llegaron las chicharras… Sobre el mantel floreado de Maru un recipiente plástico con papas fritas, una latita, dos juegos de mesa, como una película de Eric Rohmer en el tercer mundo, en el club de un pueblo, amenazados por la presencia constante y asesina del aedes aegypti…

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