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domingo, abril 28, 2024

La estética de los noventa: el realismo

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Derian Passaglia prosigue sus escritos sobre la estética de la década de los noventa, esta vez explorando el realismo que ofreció ese tiempo. Raymond Carver, David Simon, el juego Age of Empires, la película Liberen a Willy, son temas analizados.
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Por: Derian Passaglia

Al mostrar lo que no se muestra y extender los límites de lo que puede ser dicho, la estética de los noventa concibe una nueva forma de realismo. ¿Será el realismo sucio carveriano, en literatura, el último gran realismo en el que todo el siglo XIX, Chéjov y los descendientes de Carver, se aferran con uñas sucias y dientes cariados, a un mundo sobre el cual ya no pueden decir nada? Al lado de la estética del realismo del cine de los noventa, la literatura de Raymond Carver es un inocente juguete de chicos, como esos muñecos articulados enormes que vendían por aquella época y que todo chico soñaba con tener. Yo tenía uno de las Tortugas Ninjas y otro de Robocop. Eran enormes, incómodos, no se podían llevar al jardín, apenas servían para moverlos un poquito, ser la envidia de tus amiguitos y, una vez que aburrían, los destrozaba, les arrancaba los brazos, perdía las piernas, se desarticulaban.

Del realismo de los noventa me gusta una definición de David Simon que le vi decir alguna vez en una entrevista que debe seguir en Youtube y la tapa del primer número de 18 Whiskys, la mejor revista de poesía de la época en el planeta Tierra. En esa imagen de tapa hay un chico, tiene los ojos vidriosos y la mirada vacía, como si estuviera mirando ese futuro en el que no hay nada, ni oportunidades ni padres ni salvación, está condenado, otros decidieron por él lo que tocaría en suerte, está llorando o melancólico de lo que podría haber sido su vida si hubiera nacido en otro lado, en otro momento, en otras condiciones socioeconómicas. Su mirada vuelve a la imagen una imagen que se proyecta hacia el futuro, hacia el más allá (¿vivirá hoy en día ese niño? ¿cuántos años tendrá? ¿en qué clase de adulto se habrá convertido? ¿en qué país del tercer mundo de un continente olvidado nació?), se llena de un significado que traspasa las fronteras, que lo vuelve real porque podemos sentir en esa mirada, la mirada de los que nos rodean, de los nenes que vemos a diario en una esquina, en un vagón de subte, sucios y con ropa agujereada, vendiendo pañuelos o biromes, en los cortes de semáforo de una avenida cualquiera, en una noche fría de un microcentro vacío, con las persianas bajas, cuando la jornada laboral y financiera descansa, hasta el día siguiente, la mecánica de reproducir números, costos y beneficios, planillas de exceles, entradas y salidas, pérdidas y ganancias.

El nene de la imagen de tapa tiene una mano en la boca, se muerde el dedo índice como pensando en lo único que tiene para comer que es un dedo. Alrededor suyo, sobre la cara, le rondan moscas. Abajo de la imagen, una leyenda: “Poesía eres tú”. La realidad sucia es un nene con la cara aguijoneada por el hambre de las moscas. El procedimiento literario que usa la narrativa estadounidense más común es la de ocultar un elemento que no está dicho y que debería emerger como una revelación en el lector a partir de las acciones de los personajes. Carver retacea información, no muestra, como si en el texto hubiera otra lectura que las palabras no dicen. No puede poner en palabras lo que el cine y la televisión a través de procedimientos mejores dejaron al desnudo en las imágenes.

El concepto de realidad que maneja David Simon es sobre el espacio, no sobre el tiempo, y al igual que él, la década de los noventa me parece un espacio, no un tiempo. Una trama se desarrolla sobre el espacio, y lo que se complejiza a lo largo del tiempo es el espacio en una Baltimore que sufre el narcotráfico organizado en las calles, el apriete sindical y político en el puerto (fuente de la economía local), que ve impasible, ignorante, con ojos vueltos hacia la corrupción, la deserción escolar en las escuelas y permite que las mafias cada vez más desatadas tomen las calles, mientras en las oficinas de los diarios se trama la rosca política y se informa lo que conviene.

David Simon es el creador de la descripción del funcionamiento de una ciudad más o menos grande del continente más importante de la segunda mitad del siglo XX como lo es América, un Balzac contemporáneo. David Simon sabe que el capitalismo no puede pensar el espacio porque le quema y entonces lo explota y le prende fuego a sus bosques, extrae minerales preciosos de la tierra, lo llena de basura y desprecia a sus criaturas, prefiere hacerse el ciego ante lo que lo rodea, su destino es únicamente la reproducción de un capital simbólico, pero la tierra es materia y materia es lo que hay en el espacio.

El concepto del espacio que imaginó David Simon me hace acordar al Age Of Emprires. Cuando el juego empieza, el aldeano solo tiene alrededor piedra, oro y plata, en un círculo verde donde no parece haber nada más que pasto, y en el que tendrá que ir descubriendo el terreno, que está negro, porque más allá de ese círculo verde la oscuridad es total, y para conocer lo que hay del otro lado se tiene que aventurar a lo desconocido. Si el jugador es bueno, puede crear una civilización, y para descubrir los peligros del terreno, de lo que se enfrenta más allá de los bosques y los ríos, una caballeriza le alcanza y sobra. El problema es cuando se encuentra con una civilización vecina, que también andaba en la misma, buscando recursos por explotar y tierras vírgenes por conquistar.

La década de los noventa es mucho más que una época, y esas camperas de jeans, esos pantalones holgados, esas zapatillas Nike altas negras con la pipa en blanco, esas tarjetas postales de una ciudad veraniega, esa mugre en todas partes, esas relaciones conflictivas de familia y de pareja, esas bicicletas con stickers pegados, esos cartoncitos a los que había que raspar con una moneda para descubrir si ganabas o no plata en un sorteo, esos pelados que solo pensaban en la plata, se transforman en las películas de la década de los noventa en un espacio que reconozco, pero no del todo, donde cada elemento se transforma en un símbolo.

Willy es una orca rebelde, con unas ansias de libertad propias de su espíritu salvaje más puro. A nadie le importa que Willy sea una orca, para todos es una ballena que constituye la atracción principal de un parque acuático. Willy no quiere saber nada con trabajar, no hace caso a nadie, salvo a un rubiecito, con el que logra crear un vínculo afectivo. El rubiecito es adoptado por una familia de clase media, no ve a su madre hace años, no pudo criarlo por problemas que no son claros, pero se intuye que no debe haber tenido una buena vida. El rubiecito le cuenta sus problemas a la orca, hasta llega a salvarlo de la muerte cuando se cae al agua, se ve reflejado en un animal que tiene el mismo espíritu de libertad. El rubiecito es el único que puede domar a la orca y lo ponen a animar los espectáculos, pero Willy no quiere saber nada con la gente. El dueño del parque acuático se re calienta, porque Willy vale un millón de dólares y no está dando ganancias. Willy no sabe que quieren explotarlo gratis y el rubiecito lo intuye, por eso quiere liberarla, desde que sabe que lo alejaron de la familia y que Willy vale tanta plata. Para la orca, las piruetas que hace en el agua con las aletas y la cola son un juego, las familias que ven el espectáculo no piensan en esto, nadie lo piensa, y el rubiecito sufre porque sabe que Willy no es feliz, gimiendo de dolor en el encierro, con los ojos rojos, vacíos y tristes como el nene de la imagen de la revista 18 Whiskys. Se trata de la película más realista de la década, de un realismo que expone lo salvaje que puede ser el capitalismo aún frente a una especie diferente a la suya, un sistema que se basa en categorías de dominación, y que cuando un recurso humano o natural no le sirve, no duda en expulsarlo. Una orca es uno de los símbolos anti capitalistas por excelencia de la década.

-Quizá la ballena no quiere ser performer -dice el padre adoptivo del rubiecito como si hablara de un artista contemporáneo de videoarte.

El espacio se puede habitar de todos los tiempos posibles, caben todas las cosas en simultáneo, es infinito, y en este mismo momento, mientras escribo estas palabras, está expandiéndose hacia lugares que nunca conoceremos y del que apenas podemos imaginar, y es posible que quizá hasta nunca podamos presentir. El espacio se expande en el momento presente como un pasado cuyos restos sobreviven quizá en un objeto, en la actitud de una orca que venció al capitalismo gracias a la amistad con un rubiecito, o en esas capas de minerales que se dibujan en las piedras cuando se parten por la mitad. El espacio es lo que le niegan a Willy, encerrado en una pecera de Mundo Marino. Pero al final el rubiecito la libera, y se va nadando en el mar dando aletazos mientras escucha Michael Jackson al atardecer.

Ese espacio que está negado en la literatura de Raymond Carver, un procedimiento literario que proviene de Hemingway, que atraviesa a la gran inmensa mayoría de la literatura mundial, salvo a la nueva, en las películas de la década de los noventa se presenta al espectador como realidad, porque no es mezquina, se entrega al derroche obsceno de las imágenes para que la saturación, la repetición excesiva de los mecanismos, la relación de los personajes con su comunidad y el entorno, la exageración de los modales, el consumo indiscriminado de drogas, el sexo sin preservativo en una época asustada por el fantasma del sida, la alienación que no proviene como en Carver de la soledad humana sino de las relaciones invisibles que se tejen en el conjunto de las políticas sociales y económicas, producen un tipo particular de procedimiento narrativo que es mucho más potente que la flaqueza esquelética y narrativamente pobre de lo no dicho.

La estética de la década de los noventa no oculta lo que es y lo que piensa, lo expone. Las imágenes parecen mostrar las consecuencias del sistema capitalista a través del registro documental y emula los tonos, la saturación de los colores, la rapidez con la que se suceden las escenas, los cortes de edición abruptos y el movimiento histérico de una cámara de televisión. Si el ritmo cotidiano y las formas la impone la televisión, el cine absorbe esa influencia para crear una apariencia de que lo que se cuenta es la vida cotidiana de los personajes en un mundo que no pueden controlar y al que solo se entregan. Parece televisión, parecen las imágenes de un noticiero, parece la vuelta a una tanda comercial, parece una persecución desde un helicóptero, parece una entrevista casual a alguien de la calle que opina sobre la inflación y el terrorismo, parece cierto.

Uno de los espacios de resistencia frente al avance capitalista de la literatura de lo no dicho es el barrio, una comunidad donde rigen determinadas leyes propias, un espacio que se niega a no ser puesto en imágenes, que lucha en tensión permanente por conquistar la representación, que tiene algo para decir y no se calla. La pobreza, la marginación y la violencia de una década que fue implacable con los desfavorecidos, los humillados y ofendidos, abiertamente desigual, confuso para los jóvenes, cruel para los adultos, beneficioso para unos pocos, se muestra sin esconder ningún elemento de la realidad.

-Gentrificación -dice el padre del protagonista señalando la publicidad en una esquina que anuncia la compra de casas-, eso es lo que pasa cuando bajan el valor de las propiedades de un área. Compran la tierra más barata.

El padre quiere darle una lección a su hijo, que apenas lo escucha y le dice “sísí”, como a los locos. En la esquina se empieza a juntar gente, viejos, jóvenes de joggineta y lentes oscuros, adolescentes.

-Después sacan a la gente, suben el valor y las venden con utilidades. Lo que necesitamos es mantener todo en nuestro barrio, todo negro. Dueños negros con dinero negro. Como los judíos, los italianos, los mexicanos y los coreanos.

-Los que bajan el valor de la propiedad no son de afuera -se mete un viejo barbudo y de boina a interrumpirlo. ¡Son ellos! -dice y señala a los jóvenes, cruzados de brazos, que se le ríen con sorna en la cara-. Matándose a tiros, vendiendo crack y otras drogas…

-¿Y cómo entra el crack al país? -pregunta hermeneuta, como un Sócrates negro, el padre del protagonista-. Nosotros no tenemos aviones, no tenemos barcos. Nosotros no somos lo que traemos esa mierda por aire ni por mar.

El protagonista cambia la postura, tuerce la cabeza, sin dejar de cruzar los brazos y le presta atención a su padre. Su amigo también lo mira interesado mientras muerde un chocolate.

-Aunque eso es lo que ven por la T.V. Negros vendiendo piedras de crack, haciendo que otros las compren. Mientras era en esta área, no había problema. El problema fue cuando llegó a Iowa, y en Wall Street, donde hay pocos negros.

Un negro pelado al ras y de barba candado lo mira de brazos cruzados mientras empina sobriamente una botella. Una chica asiente, sonríe, apoya su brazo en el hombro de otro negro.

-Si quieren hablar de armas… ¿Por qué hay un local de armas en cada esquina de acá?

El viejo de boina baja la vista, los labios contraídos.

-¿Por qué? -pregunta.

-Les voy a decir por qué. Por la misma razón que hay un negocio de licores en casi cada esquina de esta comunidad negra. Quieren que nos matemos. Vayan a Beverly Hills y no van a ver estas pelotudeces. Para destruir a un pueblo hay que atacar su capacidad reproductiva -se envalentona el padre del protagonista con el cartel de la publicidad inmobiliaria de fondo-. ¿Quién está muriendo todas las noches en las calles? Ustedes.

El viejo de boina señala a cada uno de los jóvenes reunidos alrededor del padre del protagonista.

-Negros jóvenes, como ustedes -sigue el padre.

Uno de gorra se saca los lentes negros y lo mira a los ojos.

-¿Y qué querés que haga si me quieren matar? -pregunta. Yo mato a cualquier hijo de puta, si no me matan primero.

-Eso es exactamente lo que quieren que hagas -dice el padre, que buscaba esa pregunta para perseguir el hilo de su pensamiento.

-Tenés que pensar, hermano, en tu futuro -le dice señalándose la sien con dos dedos.

El de gorra empina una botella mientras escucha: “tenés que pensar, hermano, en tu futuro”.

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