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domingo, mayo 19, 2024

¡Nadie debería trabajar nunca Bob Black!

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Paranaländer escribe sobre Bob Black, anaquista norteaméricano, licenciado en ciencias sociales y derecho, quien formó de 1977 a 1983, casi solo, la «Última Internacional», dedicada a la producción de carteles de tendencia anarquista / situacionista / absurda.

 

Por: Paranaländer

«Nadie debería trabajar. Proletarios del mundo… ¡descansad!» Eso nos escupe el anarquista norteamericano conocido como Bob Black en uno de sus panfletos más radicales: «La abolición del trabajo» de 1985 que a continuación extractamos larga y generosamente.

Veremos, entre otras muchas cosas, que usa al antropólogo Marshall Sahlins para deshacer el mito hobessiano (la vida violenta, brutal y breve), poniendo como modelo de vida alternativa a esos cazadores-recolectores contemporáneos estudiados por el antropólogo.

Bob Black nació en Detroit el 4 de enero de 1951.

Licenciado en ciencias sociales y derecho, formó de 1977 a 1983, casi solo, la «Última Internacional», dedicada a la producción de carteles de tendencia anarquista / situacionista / absurda.

Ha escrito artículos y ensayos en cientos de pequeñas revistas, pero también en Wall Street Journal, Village Voice, Semiotext (e), Re-Search. Colabora regularmente en el periódico estadounidense «Anarchy, un diario de un deseo armado». L’Abolition du travail (Travailler, moi? Jamais) (1985) se tradujo a siete idiomas, en particular por primera vez en francés en la revista Interrogations en 1990. También ha editado dos antologías, una de divagaciones (1989), la otra de diatribas contra el trabajo (1990). También publicó Anarchy alter Leftism (2002)

«Nadie debería trabajar.

El trabajo es la fuente de casi toda la miseria en el mundo. Casi todos los males que puedas mencionar provienen del trabajo, o de vivir en un mundo diseñado para el trabajo. Para dejar de sufrir, tenemos que dejar de trabajar.

Esto no significa que tenemos que dejar de hacer cosas. Significa crear una nueva forma de vivir basada en el juego; en otras palabras, una convivencia lúdica, comensalismo, o tal vez incluso arte. El juego no es sólo el de los niños, con todo y lo valioso que éste es. Pido una aventura colectiva en alegría generalizada y exuberancia libremente interdependiente. El juego no es pasivo.

Sin duda necesitamos mucho más tiempo para la simple pereza y vagancia que el que tenemos ahora, sin importar los ingresos y ocupaciones, pero, una vez recobrados de la fatiga inducida por el trabajo, casi todos nosotros queremos actuar. El Oblomovismo y el Estajanovismo son dos lados de la misma moneda despreciada.

La vida lúdica es totalmente incompatible con la realidad existente. Peor para la «realidad», ese pozo gravitatorio que absorbe la vitalidad de lo poco en la vida que aún la distingue de la simple supervivencia. Curiosamente -o quizás no- todas las viejas ideologías son conservadoras porque creen en el trabajo. Algunas de ellas, como el Marxismo y la mayoría de las ramas del anarquismo, creen en el trabajo aún más fieramente porque no creen en casi ninguna otra cosa.

Con razón Edward G. Robinson, en una de sus películas de gangsters, exclamó «¡el trabajo es para los estúpidos!»

Platón y Jenofonte atribuyen a Sócrates, y obviamente comparten con él, una comprensión de los efectos destructivos del trabajo en el trabajador como ciudadano y como ser humano. Heródoto identificó el desprecio por el trabajo como un atributo de los griegos clásicos en la cumbre de su cultura. Cicerón dijo que «quien da su labor a cambio de dinero se vende a sí mismo, y se coloca al mismo nivel que los esclavos».

Los Kapaku de Irián del Oeste, según Posposil, tienen una concepción de balance en la vida, y

por ello trabajan un día sí y otro no, el día de descanso destinado a «recobrar el poder y salud perdidos». Nuestros antepasados, incluso en el siglo dieciocho, cuando ya habían recorrido la mayor parte del camino hacia nuestro actual predicamento, al menos sabían lo que nosotros hemos olvidado, el lado siniestro de la industrialización. Su devoción religiosa a «San Lunes» — con lo cual establecieron una semana laboral de cinco días 150-200 años antes de su consagración legal — era la desesperación de los primeros propietarios de fábricas. Les tomó un largo tiempo someterse a la tiranía de la campana, predecesora del reloj».

 

 

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