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miércoles, abril 24, 2024

Una lectura testimonial de El jardín de las maquinas parlantes. Parte doce

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«En Laiseca el fantástico es una costumbre de raíces populares, más cercana a la macumba que se practica en barrios de calle de tierra que a lo siniestro familiar de las clases medias y medias altas».

Por: Derian Passaglia

Página 320, 330, 340, etc: es el mejor momento de la novela. El tema no es la telepatía, como creía hace un tiempo atrás, sino la magia. En El jardín…, la magia es costumbrista, se enseñan hechizos, antídotos y conjuros mientras los personajes toman mate. Siempre están tomando mate, entre capítulo y capítulo hay alguien que manda a otro a poner la pava. La combinación de magia y mate, de hecho extraordinario y costumbre puramente nacional, surge un relato que une dos extremos del fantástico. Por un lado, el mundo maravilloso e inverosímil de la fantasía, y por otro una situación reconocible para el lector, profundamente cotidiana. Parecen dos elementos borgeanos llevados a un nivel extremo, como en los personajes de Irineo Funes o Juan Dahlmann, donde lo más fantástico de la literatura se cruza con los gauchos.

En las novelas no se toma mate todo el tiempo, pero acá sí, mientras Sotelo y De Quevedo conversan sobre una situación que no tiene nada de cotidiana: Sotelo está manijeado y tiene que hacer un ritual que es difícil de reproducir sin sonar ridículo, porque incluye una masturbación. La escena parece un sketch de Guillermo Francella, y apela a situaciones bajas y vulgares de manera explícita y consciente.

Osvaldo Lamborghini y Roberto Fontanarrosa se dan la mano en la literatura de Laiseca. La idea lamborghiniana del terrorismo sexual, lo explícito como una forma de abyección vanguardista, se combina con una magia pedeste que proviene del esoterismo, las pseudociencias y la astrología, y crean situaciones inéditas, exóticas, enloquecidas: “Sotelo, prestá atención -le dice De Quevedo-: te vas a masturbar delante de la llama usando como figura de meditación a la (o a las) imágenes más eróticas que se te ocurran. Aquí es todo legal.” El terrorismo de Laiseca, además del sexual, es de un fantástico desatado. El fantástico no se relaciona con lo desconocido ni lo siniestro, de lo que gran parte del siglo XX ha hecho una convención en escritores como Cortázar o un Kafka mal leído. En Laiseca el fantástico es una costumbre de raíces populares, más cercana a la macumba que se practica en barrios de calle de tierra que a lo siniestro familiar de las clases medias y medias altas.

Lo popular está exacerbado en un lenguaje que tensa expresiones del registro oral. El fantástico de Laiseca no es libresco, no proviene de las lecturas, sino de las creencias populares, de una liturgia sin dios, de las cábalas y los quiricochos. El fantástico de Laiseca es como una religión inventada en un universo donde la magia pertenece a una ciencia primitiva, como una tecnología de civilizaciones pasadas.

Cuando De Quevedo le explica el abecé de la magia a Sotelo, le explica los mudras, que son como antídotos contra los enemigos, y los mudras se hacen con los dedos: “fabricás un anillo con el índice y el pulgar de tu mano izquierda y luego, en ese hueco, metes los cinco dedos en punta, como si fuera una lanza; continuas la introducción y ahora vas abriendo las puntas sin romper de todo el anillo; el trabajo finaliza con la mano derecha abierta por completo y el índice y el pulgar de la izquierda que atenazan la diestra”. Los mudras se parecen a esas cábalas que se hacen con la mano, como los cuernitos, para que el rival no le meta un gol a tu equipo.

 

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