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lunes, mayo 20, 2024

Mi cuaderno lila de letras de cumbia

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Derian Passaglia rememora su pasado de acordeonista de cumbia.

Se me dio por tocar el acordeón… Eran esos caprichos, esos raptos y obsesiones que me agarran por temporada, por puro aburrido, porque me aburría fácil en casa, siempre me aburrí casi de todo, y ahora pienso, influido quizá por la época, que es por mi signo solar “Géminis”. Estaba aburrido en casa y de repente se me dio por aprender a tocar el acordeón, porque escuchaba Leo Mattioli y Grupo Cali, también Chanchi y los solares, Coty y la banda del Uy Uy Uy y Ezequiel el Mago…

Todo eso escuchaba en mi pieza, en el minicomponente, y lo que más me gustaba, lo que sonaba en mi oído más que cualquier otro instrumento era el acordeón, un sonido triste y alegre al mismo tiempo, parecido al piano pero con otra elegancia, con la elegancia del calor sobre la siesta del mediodía y la frescura de una noche de verano, cuando apenas se siente el viento sobre la piel curtida, un viento que no mueve las hojas de los nogales pero las hace sonar allá arriba en las copas… Quería tocar el acordeón, estaba decidido, lo había decidido: iba a ser acordeonista de un grupo de cumbia. Eso quería para mi vida, andar de traje gris y brilloso arriba de los escenarios, con una camisa blanca desabrochada, transpirando, con el instrumento en mi pecho y su crujido de dolor y misterio.

Fuimos con mamá y papá a un local de música en el centro y me compraron mi primer acordeón de ocho bajos, un acordeón para niños, chiquito, modesto, pero que me servía para aprender lo más básico. Y empecé con un profesor de dedos gordos y melena enrulada, una peluca que le caía por los hombros como buen cumbiantero, empecé ahí con las primeras notas, a leer partituras y a entrenar la mano… ¡Y qué bien que tocaba el profesor cuando agarraba el acordeón! ¡La descocía! ¡Yo quería tocar como él! ¡Quería mover los dedos así de rápido sobre el teclado y los bajos! ¡Quería ser el acordeonista de Leo Mattioli!

Y cuando ya me quedó chico el acordeón de ocho bajos me compraron un verdadero acordeón, uno rojo jaspeado que apenas podía levantar, casi que era más grande que yo… Y le pegaba stickers y lo metía en el estuche con cuidado, o era mamá la que me decía que lo metiera con cuidado en el estuche que me había construido papá, porque también siempre fui medio torpe y me cuesta cuidar las cosas, todavía me cuesta… Y me encerraba en la pieza y ponía el CD “Entre tus piernas” de Trinidad, o ponía los “30 años” de Los Palmeras en el minicomponente, y trataba de “sacar” la melodía solamente escuchando, trataba de imitar a los grandes acordeonistas de los grandes grupos, pero tocaba cualquier cosa, en realidad, se escucharía un ruido horrible desde el otro lado, atrás de la medianera, en la casa de los vecinos, que eran los que sufrían mi sueño de convertirme en el mejor acordeonista de la cumbia santafesina.

Y así fue como solo podía tocar “Los ángeles vienen marchando”, o “La Cumparsita”, o alguna que otra polka que mi abuela Peti me pedía, le encantaba el acordeón, pero a ella le gustaba el chamamé, correntina de ley, y me pedía que tocara algún chamamé, o que me aprendiera uno para la próxima… Entonces yo llevaba el acordeón a las reuniones familiares y ahí aprovechaba, después de tocar los tres o cuatro temas que me sabía, pasaba “la gorra” y me agenciaba mis buenos pesos que iba a quemar próximamente en figuritas o chocolates o alguna otra porquería… Pablo y Diego, mis primos, tocaban la batería y la guitarra, y una vez tocaron en un club, en un evento nocturno de un club de barrio, y tenían una banda con uno u otro chico más que tocaría el bajo o cantaría, y cada vez que iba a su casa estaban practicando. Me admiraba que pudieran tener “una banda”.

Y yo seguía solo en mi pieza horrorizando a los vecinos, y a veces, durante los veranos, iba a escuchar a los grupos de cumbia que se formaban en el barrio. Había uno que tocaba en la casa del “Pipi”, a la vuelta, por Pago de los Arroyos, el “Pipi” tocaba el acordeón, tocaba re bien, eso fue antes de que asesinara a un pibe de un tajo en la garganta porque había estado con su novia, o eso se decía… Yo lo vi a ese pibe muerto, con los ojos abiertos y la piel amarilla, desangrándose mientras un amigo le tenía la cabeza para que no se le cayera, y el amigo le decía:

-Aguantá, aguantá.

Yo justo pasaba por ahí, volvía a casa con el uniforme de la escuela, y ese mediodía abuela Mabel había cocinado albóndigas con puré, y yo le dije que no tenía hambre, no le dije lo que me pasaba, y me fui a la cama y me tiré a dormir y a llorar, porque había visto el hecho más violento que me tocó vivir… Y así son las cosas de frágiles, en este mundo, en el universo, un corte limpio de navaja en el cuello y chau, hasta siempre… En la esquina de Caupolicán y San Martín, enfrente del videoclub “Niza”, te vi morir con la sangre bajando en hilos finos hasta el cordón…

Y yo quería convertir todo lo que me pasaba en cumbia, porque tenía necesidad, se ve, de expresarme, de largar lo que llevaba adentro y convertirlo en notas de cumbia con el fuelle que abría y cerraba en el acordeón. Entonces se me ocurrió también escribir letras, escribiría mis propias letras de cumbia, para ser un acordeonista y un compositor, para ser mi propio grupo de cumbia. Y recorté las hojas que mamá traía del Ministerio por la mitad, y las cosí por entre los agujeros, y le puse dos tapas con una cartulina lila que encontré, y me hice mi propio cuaderno donde escribiría mis letras de cumbia. ¿Sería mi primer libro aquél? ¿Sería mi primera obra? ¿Mi obra perdida para siempre entre las cajas de cosas que mamá tiraba o le daba a algún cartonero para que se lleve? Escribía, en el cuaderno lila, letras al mejor estilo de la tradición de cumbia, sobre engaños y desengaños, sobre amores y desilusiones, todas cosas que no había vivido, que todavía no había vivido, porque tenía catorce años…

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