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lunes, noviembre 25, 2024

La buhardilla del Ciriaco

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«Entre los silos y las casitas hay una vía de tren, también abandonada, de la que tengo una leve sensación de haber estado ahí en algún momento»… Por: Derian Passaglia

Quiero escribir sobre los objetos de consumo, en notas sucesivas, en un momento donde la cultura se mide por lo que se consume. Pareciera que el consumo revelara el carácter y la sensibilidad, quizá también la clase social, de la persona que consume. Por ejemplo, en la casa de mi tía Tuti había uno de los primeros minicomponentes que vi. Años más tarde, en casa también hubo uno y papá compraba cds de Los Nocheros, la colección de Rock Nacional de tapa amarilla de la revista Noticias, Marcela Morelo, Rosana, Elvis Crespo y un cd de Celia Cruz, del que ya hablé en otra nota. Para mi cumple de doce me regalaron un cd doble de Queen, que me encantaba, lo que más me gustaba era imitarlo. Subía el volúmen a todo lo que daba, invitaba a mis amigos del barrio y corría de acá para allá, de la puerta del comedor hasta la cocina, a lo largo y a lo ancho de la casa, sosteniendo un micrófono imaginario, de rodillas en el piso con los ojos cerrados. Creía sentir lo mismo que sentía Freddy Mercury cuando estaba arriba del escenario.

El minicomponente de la Tuti, al ser más viejo, era también más precario, tenía menos funciones y los botones más duros, como sobresalidos de la máquina, lo que hacía que pudieran vencerse más rápido por el desgaste del toqueteo. Me quedaba de mi tía los fines de semana, no tantos como los que pasaba de mi abuela, prácticamente casi todos, y por eso eran momentos especiales. Mi tía vivía sola, un hecho que para mí ya la distinguía del resto, era hermosa y lo sabía, porque caminaba sin mirar para atrás, con la frente en alto. Abría la bandeja del minicomponente, apretaba un botoncito para hacerla girar, sacaba los cds del estuche con cuidado de no rayarlos del lado de abajo, y ponía a un volumen moderado, no como papá, Tourism de Roxette, Romance y Aries de Luis Miguel.

La Tuti sacaba un plumero de algún lado y limpiaba toda la casa, que era chiquita, un departamento de planta baja del Fonavi en una punta de la ciudad, más al sur que al norte, en el este, el único punto cardinal que no tiene la ciudad porque más allá está el río. Esos monoblocks del Fonavi estaban pintados de amarillo pasteles destiños por la lluvia o el sol. Era la última calle de la ciudad, y cada vez que el auto de papá doblaba a la derecha para llegar al Fonavi, que estaba justo en una esquina, daba un vértigo tremendo. Si nos caíamos no la contábamos, había una banquina enorme, siempre deshabitada, verde, llena de pozos, a la que alguna que otra vez bajamos a remontar un barrilete con mi tío, mucho más tarde, cuando mi tía se casó y mis primos eran bebés o no existían.

Después estaba la autopista, un sonido agudo en el vacío permanente, como si todo lo que se escuchara fuera el vacío y el motor de un auto apurado por llegar a algún lugar, poseído por el placer perverso de la velocidad de la máquina. Más allá, en una punta del paisaje había unos silos abandonados, y abajo ranchos y casas precarias que pienso ahora pueden haber sido de pescadores, o de gente que vive de la pesca, aunque nunca vi a nadie pescando en la zona, el río crece entre los juncos y los yuyos y no se entiende muy bien en qué momento empieza. Entre los silos y las casitas hay una vía de tren, también abandonada, de la que tengo una leve sensación de haber estado ahí en algún momento.

La soledad en ese lugar es extraña. El río y el cielo están lejos, cruzados por el vacío de la autopista, de a ráfagas llega el olor de la Sugarosa, un matadero que bordea la autopista. El viento envuelve a los autos y es lo único que se siente con fuerza. Los monoblocks del Fonavi son laberínticos, abarcan varias manzanas y con el paso del tiempo se fueron volviendo peligrosos por el desembarco de la droga en sus pasillos.

Mi tío abuelo, el Ciriaco, también vivió mucho después en uno de los departamentos del Fonavi, a dos o tres edificios de distancia de la Tuti; si había que subir escaleras o no, no sé, lo que sé es que en el pulmón de estos edificios había unos tableros gigantes de cemento que resguardaban la energía o las bombas de agua, algo así, y que estaban prohibidas, no se podían tocar, pero que era lindo subirse, escalarlos, ver el mundo desde esa superficie que te elevaba del resto.

El departamento del Ciriaco era increíble. El Ciriaco vivía como un rey mendigo. Con el departamento desordenado, nos recibía en shorts y fumaba. Era solo, su esposa había muerto, no tenía hijos, y desde entonces pasaba los días así, entre el bingo y la pizza de las siete de la tarde, porque para el Ciriaco, según papá que le imitaba la voz gruesa y rasposa de whisky y cigarrillo, “la pizza se come a las siete de la tarde”. Comía en la Santa María, una pizzería tradicional de la zona sur, y después cruzaba San Martín, en la cuadra de enfrente, y se metía al club Calzada a jugar al bingo de noche.

Cuentan que yo no me quedaba quieto cuando íbamos a comer a la Santa María, me metía abajo de las mesas de la gente que estaba comiendo, iba de acá para allá, un desastre; entonces se turnaban para comer y vigilarme. Una vez el mozo nos tomó el pedido y yo dije que quería “pizza con ensalada de queso”. Después de su muerte, se estrenó la película Ilusión de movimiento, dirigida por Héctor Molina, única película del director hasta la fecha, en la que el Ciriaco participó como extra. La peli se filmó en la ciudad. El Ciriaco tomaba un café con otros viejos que hablaban, no tenía una línea de guión memorable, o sí, pero seguro que no era importante a la trama. Al final de la escena, salía del bar con un sobretodo, con la misma cara de abuelo Hugo pero más arrugada, las líneas de expresión duras.

En las paredes de su departamento tenía colgada una bota de vino española y un adorno, hecho con una rodaja de árbol barnizada que decía: “Bienvenidos a mi buhardilla”; ¿por qué la casa del Ciriaco era una buhardilla y qué quería decir “buhardilla”? Sobre un mueblecito, al fondo del comedor, juntaba porquerías que me gustaba revolver. Abuelo Hugo, papá, le decían que no me dejara llevarme sus cosas, pero el Ciriaco no me decía nada y yo arrasaba con lo que encontraba. ¿Qué cosas me habré llevado de la casa del Ciriaco? El placer que me daba no se comparaba con nada, porque no había nada que pudiera reemplazarlas. Lo peor es que no sé qué cosas serían, seguramente soldaditos, juguetes chiquitos, monedas, cosas así, cosas que para alguien que recién llega al mundo parecen venidas de otro planeta.

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